Cristina Sacristán[*] [0000-0002-9587-7096]
Quien se haya enfrentado al reto de armar un rompecabezas de esos cuyas piezas se cuentan por miles, sabrá que se necesita paciencia, imaginación y dotes de observación para lograrlo. Conseguir que las piezas encajen supone probar una a una hasta dar con la indicada. Pero armar semejante rompecabezas cuando las piezas se han perdido o ni siquiera se fabricaron, se vuelve una auténtica proeza.
Y de proezas va este libro, porque José Ramón Cossío tuvo la paciencia de no rendirse, la imaginación para crear posibles escenarios y la observación de hasta el más mínimo detalle para desentrañar una historia sepultada por el Estado mexicano cuando se sintió amenazado en su misma cúspide. Eran los tiempos de la Guerra Sucia, caracterizada por la represión de los movimientos sociales, entre ellos, el movimiento estudiantil del 68, telón de fondo en esta historia protagonizada por un joven que, casi sin meditarlo, decidió atentar contra el presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, en la mañana del 5 de febrero de 1970, fecha inscrita en el calendario patrio destinada a conmemorar la Constitución de 1917. Este hecho, que aconteció en las calles de la capital ante la vista de quienes vitoreaban al primer mandatario de la nación, fue silenciado por el aparato del Estado valiéndose de la psiquiatría y del sistema judicial.
No es una novedad la relación de los regímenes totalitarios con la psiquiatría y el rol desempeñado por algunos profesionales de la salud mental en el contexto de las dictaduras en el siglo xx. El uso de las terapias electroconvulsivas como formas de tortura, la existencia de pabellones especiales en los hospitales que funcionaron como prisiones, considerar la adhesión al marxismo o al anarquismo como patologías con síntomas psíquicos, la esterilización con fines eugenésicos y hasta el exterminio de enfermos mentales, han constituido prácticas dirigidas a controlar o eliminar a los opositores políticos.1 Aunque históricamente las instituciones psiquiátricas debieron contrarrestar las presiones de familias y autoridades públicas para ingresar enfermos sin los requisitos legales a fin de atajar comportamientos problemáticos en el ámbito de lo cotidiano, el uso político de la psiquiatría se inscribe en otro orden y, en México, es una historia aún por contarse.2
Que nunca se sepa, de José Ramón Cossío, da un paso en este sentido, pues hasta ahora sólo entre círculos especializados se sabía que un tal Carlos Castañeda quiso atentar contra el presidente Díaz Ordaz hacia el final de su mandato, lo que le valió ser recluido en un hospital psiquiátrico por más de dos décadas, no sólo para enterrarlo en vida, sino para invalidar y descalificar cualquier intencionalidad, en tanto producida por la mente de un loco, si es que algún día se llegaban a conocer sus pormenores.3 Así, a lo largo de ocho capítulos, el autor analiza cómo se produjo el atentado, la detención de Castañeda, los irregulares interrogatorios, la trama que lo declaró jurídicamente incapaz en vez de procesarlo penalmente, el amañado ingreso psiquiátrico, su azarosa liberación y su trágica muerte, sin descuidar las razones que llevaron al Estado mexicano a encubrir el atentado, los mecanismos para silenciar a la prensa y las debilidades del régimen.
En efecto, a sus 28 años de edad, Carlos Francisco Castañeda de la Fuente tomó la decisión de matar al presidente de México, cuya comitiva, a su paso por las calles de la capital, acaparó las miradas de la multitud. Con pistola en mano, disparó errando el tiro y el objetivo, pues confundió el automóvil del presidente y, temeroso de herir a inocentes, lo desvió pegando en la puerta trasera del vehículo donde iba el secretario de la Defensa, el general Marcelino García Barragán, que salió ileso.
Ante estos hechos, a Castañeda no se le abrió un proceso penal para determinar su responsabilidad, sino un juicio civil para declararlo incapaz, sujetarlo a tutela y refundirlo en un hospital por el resto de sus días donde fue aislado y sometido a fuertes dosis de medicamentos que lo dañaron, no sin antes torturarlo y amenazar a su familia. El azar quiso que una joven estudiante de derecho, Norma Ibáñez Hernández -la heroína en esta historia-, pusiera sus pies en el hospital y se interesara por la situación jurídica de los pacientes remitidos por orden judicial, alojados junto a los enfermos considerados más peligrosos. Castañeda se le acercó para que revisara su caso y ahí se abrió un rayo de esperanza para este hombre que fue dado de alta 23 años después de su ingreso, en 1993. La tragedia no terminó ahí porque, salvo unos pocos meses que vivió con un hermano, deambuló por las calles de la Ciudad de México refugiándose en los zaguanes y pidiendo limosna en las iglesias durante 18 años. Encontró la muerte a manos de un automovilista que lo atropelló en la madrugada del 4 de enero del 2011. Para entonces, era un anciano, quizá no tanto por su edad -65 años-, sino por las profundas heridas que le dejó una vida de injusticia, sufrimiento y abandono.
¿Cómo se pudo cometer tal atrocidad? Para dar respuesta a esta pregunta que, en tanto hilo conductor recorre el libro, José Ramón Cossío analiza los escasos documentos que se produjeron en su momento y algunos testimonios posteriores -de manera premeditada se dejó el menor rastro posible- y comprueba la consigna del Estado mexicano de borrar este magnicidio fallido y hacer como si nunca hubiera ocurrido. Por ello, en un ejercicio metodológico digno del oficio de la historia y del jurista, el autor trabaja con “un puñado de materiales” (p. 139), con lo que no existió o se ocultó, como él mismo lo afirma:
A diferencia de otros libros sobre magnicidios o de sus intentos frustrados, este relato debe armarse a partir de la descripción detallada de las acciones de quienes buscaron construir silencios; debe reconstruirse a través de los dichos recuperados del ocultamiento de datos y hechos. Una parte de lo narrado surgió de piezas hechas para disimular, confundir o esconder; otra, de mutismos deliberados (p. 20).
La investigación desplegada en el libro es tan exhaustiva que sólo voy a referirme a ciertos hechos: los motivos para atentar contra Díaz Ordaz, la elección de la incapacidad como estrategia jurídica para enterrar el caso, las duras condiciones del internamiento psiquiátrico y la fragilidad de un Estado autoritario que se presentó como triunfante en la antesala del Mundial de Futbol de 1970, próximo a celebrarse.
Vayamos a los motivos. El factor del que pudo brotar un acto ejecutado en solitario fue la relación entre Castañeda y su guía espiritual. En noviembre de 1968, un joven deseoso de entrar al sacerdocio le confió al padre Manuel Vázquez Montero, que trabajaba en la Acción Católica Mexicana, el rencor que sentía hacia el gobierno por los aciagos acontecimientos del 2 de octubre de 1968, pidiéndole consejo para saldar la muerte de los estudiantes caídos bajo la metralla del ejército. El sacerdote le aseguró que el uso de las armas era justo si se trataba de hacer un bien a la comunidad y, en ese tenor, deslizó la frase que pudo incitarlo a cobrarse la vida de quien juzgaba responsable de esa masacre: “si eres tan valiente mata al Presidente”. En ese momento, declaró Castañeda, “empezó a germinar en él la idea de cometer el atentado” (pp. 53-54).
Salvo por el hecho de ahorrar parte de su salario como empleado en un almacén de herramientas para comprar una pistola, no planeó cómo ejecutar el crimen, pues la decisión de llevarlo a cabo la tomó en la víspera cuando leyó en los periódicos la ruta que seguiría el presidente en distintos actos cívicos al día siguiente. En la mente de un ferviente católico, algo retraído, que con mucho esfuerzo logró concluir sus estudios de secundaria a los 27 años de edad, con el fin de ingresar al seminario y seguir la carrera sacerdotal, había llegado la ocasión. Sin medir los riesgos, ni anticipar que él mismo podía ser una víctima más del régimen, asumió este desafío como una misión de vida y una demostración de su fe católica. Es tentador pensar, afirma el autor, que el deseo de reconocimiento y de concretar su vocación religiosa lo empujó a semejante abismo. Sin duda, confluyó su propia personalidad y su escasa inteligencia, junto con las pláticas sostenidas con un cura que, hasta donde se sabe, no fue considerado el autor intelectual. Es posible que el sacerdote ni siquiera se haya enterado del atentado, porque cuando ocurrió no vivía en la Ciudad de México. Cabe afirmar, como lo hace Cossío, que su actuación en esta historia fue cuando menos temeraria porque dejó correr “con ligereza e irresponsabilidad” conversaciones que despertaron la imaginación de quien pensó que pasaría a la historia con semejante acto de valentía. Al menos en dieciséis ocasiones, Castañeda se reunió con este hombre que le infundía confianza.
Ciertamente, la idea de una conspiración religiosa pudo sopesarse entre quienes interrogaron a Castañeda según los usos y abusos de ese entonces, y los servicios de inteligencia del Estado debieron investigar al sacerdote, plenamente identificado, pero las huellas de tales pesquisas parecen perdidas.
Consumados los hechos, había razones para dar cauce a un proceso penal, ya que Castañeda fue detenido en flagrancia aquel 5 de febrero en el Monumento a la Revolución, y configuraba varios delitos como tentativa de homicidio y daño en propiedad ajena (por el disparo al coche), además de portación y uso de arma reservada a las fuerzas armadas. De haber seguido este procedimiento, que era lo adecuado, habría resultado prácticamente imposible mantener el atentado en el silencio más absoluto. Y finalmente así fue que se logró, con la mayor eficacia, pues al día siguiente ningún medio de comunicación informó de un hecho ocurrido ante la multitud agolpada para ver pasar a la comitiva presidencial. La rapidez con la que Castañeda fue detenido en medio de las vivas al señor presidente, junto con la capacidad del Estado para acallar a la prensa de la capital, enmudeció una detonación que debió ser escuchada, incluso en medio de la confusión.
Descartada la idea de enjuiciarlo por la vía penal, Cossío analiza las alternativas que estaban a la vista y las razones que llevaron a desecharlas: matarlo, desaparecerlo y hasta liberarlo. Curiosamente, se optó por declararlo civilmente incapaz con el argumento de hallarse bajo un estado paranoico acompañado de debilidad mental, que le impedía conducirse por sí mismo en actos de la vida civil y familiar, mediando una evaluación psiquiátrica que dejó mucho que desear. Además, el juicio de interdicción se llevó a cabo en un tiempo récord, pues en menos de una semana Castañeda fue declarado incapaz sin que el tutor, el curador o el Ministerio Público lo objetaran, como tampoco su reclusión. A ello contribuyó también la presión ejercida sobre la familia para que los propios hermanos solicitaran la incapacidad como si de un asunto privado se tratara, omitiendo todo vínculo con el atentado, claramente de orden público.
Así, la incapacidad se convirtió en la vía legal para anularlo como sujeto, no sólo porque su voluntad quedó sustituida por la del tutor, sino porque el frustrado magnicidio se desvaneció al quedar atribuido a la mente de un loco. Pese a que Castañeda se reconoció como su autor, pues en ningún momento ocultó su intención de matar al presidente, el imaginario tan extendido del loco como un ser desquiciado e irracional descalificaba por completo tanto el hecho como la posible motivación, incluso aunque en algún momento salieran a relucir los verdaderos motivos de la interdicción.
Por otro lado, la acción judicial sirvió de justificación para recluirlo en un bunker -eufemísticamente llamado Pabellón 6- construido expresamente dentro de las instalaciones del hospital psiquiátrico Dr. Samuel Ramírez Moreno, en la periferia de la capital. Se trataba de una de las antiguas granjas psiquiátricas que, con bombo y platillo, se festinaron unos años antes como parte de la renovación dirigida a erradicar el modelo manicomial para ofrecer al enfermo una nueva existencia. Ahí, libre de rejas y candados, en contacto con la naturaleza y con el apoyo de los tratamientos más modernos -fármacos, psicoterapia y trabajo comu nitario-, se le dignificaría como ser humano, auguraron las autoridades de salud. No más abusos contra los enfermos mentales, fue la divisa.4
Sin embargo, Castañeda vivió durante cuatro años aislado en un pequeño espacio, circundado por una alambrada con púas y vigilado por dos agentes de la Secretaría de Gobernación hasta el punto de que la comida le era introducida a través de una reja. Su único contacto con otro ser humano tenía lugar cuando le aplicaban los medicamentos, produciéndole, hasta donde se sabe, fuertes dolores. En algún momento, alguien se apiadó y fue trasladado al Pabellón 5, donde pudo convivir con otros pacientes sin que se tenga noticia de que haya causado algún altercado, pues su diario acontecer transcurría entre rezos. Muy posiblemente, su religiosidad lo mantuvo con vida bajo condiciones tan inhumanas, dado que la medicación siguió en dosis muy elevadas, lo cual lleva a Cossío a plantear que pudiera haber sido objeto de algún tipo de experimentación, sin que este punto se haya podido demostrar.
Uno de los hermanos lo visitaba, pero legalmente no podía hacer gran cosa porque Castañeda seguía bajo tutela. Incluso, tras obtener el alta médica, nadie se preocupó por levantarle el estado de interdicción, de manera que hasta el final de sus días siguió con el mismo estatus jurídico. En este punto, el libro revela, paso a paso, las omisiones del tutor, del curador, de la jueza y del Ministerio Público, demostrando lo riesgoso de esta figura jurídica si se desentienden quienes deben velar por el incapaz, pues Castañeda careció de cualquier tipo de vigilancia sobre sus derechos. De haber sido objeto de un proceso penal, habría contado con medios de defensa y, tras purgar la condena, recobrado su condición de ciudadano de pleno derecho, lo que nunca ocurrió.
Para terminar, quisiera señalar un punto muy interesante. Tras un relato tan escalofriante como éste, resulta lógico pensar en el gran poder del régimen de Díaz Ordaz y en su capacidad para operar políticamente sobre los medios de comunicación, la familia, los servicios médicos, el aparato judicial y, por supuesto, sobre el propio Castañeda al margen de la ley. Para Cossío, este hecho no evidencia su fortaleza, sino su propia fragilidad. Incapaz de gestionar la agresión dirigida a la más alta investidura por los cauces legales que proporcionaba el derecho, se escogió quebrantarlo y optar por un uso “no jurídico del derecho” mediante una intervención pública extrajudicial (p. 141). Esta operación del sistema político sobre el ámbito de la justicia expresó la debilidad de un régimen que no aceptaba forma alguna de discrepancia y acallaba las voces disidentes. En vez de concebir el derecho como “reglas a acatar” (p. 144), se sirvió de este instrumento para justificar el trato brutal e inhumano que recibió Castañeda. Quizá por ello la convivencia familiar le resultó imposible y la acogida en un centro de asistencia donde debía sujetarse a ciertos horarios y normas tampoco la toleró más allá de un mes. Una vida claramente destruida y contada en este libro que denuncia el uso político del aparato judicial y de la psiquiatría en México.
[1] Al respecto, puede verse, entre otros, Hugo Vezzetti, La locura en la Argentina, Buenos Aires: Paidós, 1985; Rafael Huertas y Carmen Ortiz (coords.), Ciencia y fascismo, Aranjuez: Ediciones Doce Calles, 1997; Alice Platen-Hallermund, Exterminio de enfermos mentales en la Alemania nazi, Buenos Aires: Nueva Visión, 2007; Enrique González Duro, Los psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos, Barcelona: Península, 2008; Ricardo Campos, La sombra de la sospecha. Peligrosidad, psiquiatría y derecho en España (siglos XIX y XX), Madrid: Los Libros de la Catarata, 2021; Jonathan Ablard, “Una reevaluación de los archivos, los derechos humanos y la psiquiatría en la Argentina del Proceso (1976-1983)”, en: Teresa Ordorika Sacristán y Aída Alejandra Golcman (coords.), Locura en el archivo. Fuentes y metodologías para el estudio de las disciplinas psi, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2022, pp. 183-199.
[2] Sobre la relación médicos, familia y autoridades en el procedimiento de ingreso, véase: Cristina Sacristán, “La medicalización de la locura en la ciudad de México. De la secularización de los hospitales para dementes al cierre del Manicomio General, 1861-1968”, en: Andrés Ríos Molina y Mariano Ruperthuz Honorato (coords.), De manicomios a instituciones psiquiátricas. Experiencias en Iberoamérica, siglos XIX y XX, México: Universidad Nacional Autónoma de México / Silex Ediciones, 2022, pp. 273-316.
[3] El documental El paciente interno (2009), de Alejandro Solar Luna, se enfoca en el internamiento psiquiátrico de Carlos Castañeda y su posterior derrotero, pero no analiza los aspectos jurídicos que resultaron determinantes, pues antes de convertirse en “paciente” fue sujeto a un juicio de incapacidad de donde derivó su reclusión.
[4] Manuel Velasco Suárez, “Dirección General de Neurología, Salud Mental y Rehabilitación”, en: Salud Pública de México, vol. VI, núm. 6, 1964, pp. 1187-1189; Guillermo Calderón Narváez, “Los nuevos hospitales psiquiátricos de México”, en: Salud pública de México, vol. X, núm. 6, 1968, pp. 875-885.