Acatar para vender. Editores censurados

en el arzobispado de México, 1871-1891

Obey to sell. Editors censored in the

archbishopric of Mexico, 1871-1891

Felipe Bárcenas García*

Universidad Nacional Autónoma de México, México

orcid: 0000-0001-9331-2289

doi: https://doi.org/10.15174/orhi.vi20.5

Fecha de recepción:

20 de febrero de 2024

Fecha de aceptación:

26 de julio de 2024

Resumen: En este artículo se analizan las razones por las cuales una parte de los editores de México sometieron voluntariamente sus manuscritos a la censura eclesiástica durante 1871-1891. Se parte del supuesto de que, en la segunda mitad del siglo xix, existió un sólido negocio editorial en torno al impreso religioso, en el cual participaron personas que, buscando que el clero promoviera sus publicaciones para incrementar sus ventas, acataron las directrices de Pelagio de Labastida y Dávalos, arzobispo de México en 1863-1891, quien ordenó a los católicos que enviaran sus textos religiosos a los censores diocesanos. Para cumplir con el objetivo planteado, se examinan expedientes resguardados en el Archivo Histórico del Arzobispado de México, que demuestran que la censura eclesiástica no sólo continuó funcionando después de establecerse la Constitución de 1857, sino que su práctica se agilizó, toda vez que al clero le urgía contrarrestar la influencia de publicaciones liberales y protestantes.

Palabras clave: Censura, edición, imprenta, Iglesia, Pelagio de Labastida y Dávalos.

Abstract: This article analyzes the reasons why a part of the editors in Mexico voluntarily submitted their manuscripts to ecclesiastical censorship during 1871-1891. It's assumed that, in the second half of the 19th century, there was a solid publishing business around religious printing, in which people participated, seeking the clergy to promote their publications to increase his sales; for this reason, they obeyed the guidelines of Pelagio de Labastida y Dávalos, archbishop of Mexico in 1863-1891, who ordered catholics to send their religious manuscripts to diocesan censorship. To solve our objective, files kept in Archivo Histórico del Arzobispado de México are examined, which demonstrate that ecclesiastical censorship not only continued to function after the Constitution of 1857 was established, but also that its practice was streamlined, since the clergy were urged to counteract the influence of liberal and protestant publications.

Keywords: Censorship, edition, printing press, catholic Church, Pelagio de Labastida y Dávalos.

* Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Nuevo León, maestro en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto Mora y doctor en Historia por la Universidad Autónoma Metropolitana. Es investigador posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas (unam) y profesor en la Escuela Nacional de Lenguas, Lingüística y Traducción (unam). Pertenece al Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores de México. Es miembro y secretario del Seminario Interdisciplinario de Bibliología (sib-iib-unam). Ha impartido clases en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (unam), la Universidad Autónoma Metropolitana y el Tecnológico de Monterrey. Fue el representante en México de la Red Latinoamericana de Cultura Gráfica (2020-2022). Es autor de Imprenta, economía y cultura en el noreste de México: la empresa editorial de Desiderio Lagrange, 1874-1887 (conarte, 2017).

Contacto: fbarcenas87@hotmail.com

La Constitución de 1857 estableció el Estado laico en México. Este hecho supuso el fin tanto de la presencia oficial del catolicismo como del régimen censorio eclesiástico instaurado en 1821.1 Parecía que la censura de textos religiosos estaba condenada a desaparecer, sin embargo, el panorama cambió durante 1871-1891, periodo en el cual Pelagio de Labastida y Dávalos fue arzobispo de México.2 Estamos ante el primer obispo de la tercera generación de ordinarios mexicanos preconizados en las décadas de 1860 y 1870, quienes se encargaron de gobernar la Iglesia católica durante y después de la victoria liberal.

A partir de 1871, el proyecto pastoral de Pelagio se centró en la reorganización de la vida pública de los católicos, al mismo tiempo que alejaba al clero y los seglares de la participación legislativa directa. Asimismo, buscó construir mecanismos de presencia urbana del catolicismo y promover nuevas formas de activismo político en un contexto dominado por el liberalismo.3

En concordancia con las directrices de los papas, que perdieron los Estados Pontificios de 1870 a 1929 (quedando bajo la soberanía italiana), Labastida propició que los católicos mexicanos contaran con referencias identitarias comunes, lo cual implicó la publicación de impresos que sirvieron como base para la formación de personas de todas las edades, desde niños hasta sacerdotes, abogados, ingenieros y médicos.4 Para garantizar que los textos que versaban sobre religión se apegaran a las instrucciones de las autoridades eclesiásticas y no contuvieran errores, el arzobispo instaló una Junta de Censura en 1871; además, solicitó tanto a clérigos como a seglares que, por cuenta propia, sometieran sus manuscritos religiosos a la censura.

Cientos de expedientes resguardados en el Archivo Histórico del Arzobispado de México (aham) demuestran que numerosos editores mandaron sus textos a los censores eclesiásticos, pero ¿con qué objetivo?, ¿por qué determinadas personas estuvieron dispuestas a que sus manuscritos fuesen censurados? El presente artículo responde a tales preguntas. Se parte del supuesto de que, en 1871-1891, algunos impresores-editores­-libreros recurrieron a la censura eclesiástica para apuntalar sus productos en el negocio editorial. No niego que debieron existir editores cuya práctica estuvo orientada por el fervor católico, pero en las siguientes páginas me interesa enfatizar el interés comercial en torno al ejercicio censorio.

El marco temporal inicia el año en que Labastida estableció una Junta de Censura en el arzobispado de México, por disposición del papa; su fin está determinado por la muerte del obispo. En lo que a los casos estudiados se refiere, se examinaron a cuatro impresores­-editores-libreros: Ignacio G. Duarte, Eugenio Maillefert, Antonio Vanegas Arroyo, Juan Barbero e Ignacio del Moral (estos dos últimos traba­jaron juntos, y por ello los contamos como uno). Se contemplaron dos criterios para elegir los expedientes de dichos personajes. El primero fue que los documentos exhibieran el uso comercial de la censura eclesiástica. El segundo está relacionado con la extensión de los expedientes, pues la mayoría de ellos son muy cortos (de una a dos fojas; muchas veces, el censor simplemente autorizaba la impresión de un texto, sin ofrecer un dictamen reflexionado); se utilizó aquella documentación que oscila entre las cinco y las veinte fojas. Hay que señalar que, si se busca la palabra censura en el catálogo digital del fondo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos del aham, disponible en los formatos pdf y Excel dentro de las instalaciones del Arzobispado de México, se encontrarán 290 resultados, todos correspondientes a hombres y mujeres que buscaron imprimir textos católicos en periódicos, libros y folletos.

Se estructuró el artículo en tres apartados. En el primero se examina el contexto de la prensa católica mexicana en la segunda mitad del siglo xix, la cual representó una parte fundamental de la producción de algunas imprentas y un importante instrumento de difusión del catolicismo frente al avance del protestantismo y del liberalismo. En el segundo se repara en la presencia e importancia de la censura eclesiástica durante el gobierno diocesano de Labastida y Dávalos. En el tercero y último, se recons­truyen algunos casos de censura, al mismo tiempo que se reflexiona sobre el sentido que la Iglesia y los impresores-editores-libreros dieron al ejercicio censorio.

La prensa católica tras el triunfo liberal

El triunfo de la República en 1867 y la consolidación de un marco de gobierno liberal, republicano y laico determinaron la derrota política del sector conservador, apoyado por la jerarquía eclesiástica. Durante la República Restaurada y el Porfiriato se experimentó la transformación de los discursos públicos de la prensa dedicada a la defensa del catolicismo como uno de los pilares del orden social. Dicha prensa ya no pugnó por la permanencia del clero en el poder político ni por garantizar la exclusividad confesional, sino que propuso soluciones a los problemas de México acordes con los principios cristianos; con ello, se esperaba construir una sociedad católica alejada del liberalismo.5

En 1869, un grupo de conservadores fundó la Sociedad Católica, con el objetivo de difundir y defender el catolicismo. Los miembros del derrotado Partido Conservador se adhirieron a ella, aunque los estatutos de la agrupación establecían que se ocuparía exclusivamente de cuestiones religiosas, dejando de lado toda mira partidista. La Sociedad, que tenía su sede en la Ciudad de México, aconsejó que no se leyeran periódicos liberales y trataron de promover proyectos educativos, literarios y culturales distintos a los de los liberales. Sus miembros enfatizaron que trabajarían al amparo de las leyes, siempre buscando proteger la moralidad católica como el único medio de unión nacional. Para cumplir su propósito, la asociación organizó sus trabajos en diferentes comisiones, entre ellas la de Publicaciones, encargada de fomentar o auspiciar periódicos católicos dirigidos a diferentes públicos (infantes, mujeres, varones).6

Algunos rotativos de la Sociedad Católica fueron: Semanario Católico (1869-1870), La Sociedad Católica (1869-1873), El Pueblo (1870), El Ángel de la Guarda (1870-1871), La Voz de México (1870-1908), El Pobre (1871-1876), La Idea Católica (1871-1876) y El Mensajero Católico (1875-1876). Por otro lado, entre los editores y redactores de las publicaciones de la Sociedad figuraron: Francisco Abadiano, José Ignacio Anievas, José Joaquín Arriaga, Tirso Rafael de Córdova, José de Jesús Cuevas, Felipe Dávila, Manuel Domínguez, José Mariano Fernández de Lara, Manuel García Aguirre, Diego Germán y Vázquez, Rafael Gómez, Germán Madrid y Ormaechea, Feliciano Marín, Tadeo Romero, Bonifacio Sánchez Vergara, Tomás Sierra y Rosso, José Joaquín Terrazas, José Dolores Ulibarri y Miguel Zornoza. Estos personajes no constituyeron un bloque homogéneo, pues existieron diferencias políticas, y algunos eran más radicales que los otros, pero todos estaban comprometidos con la difusión del catolicismo y manifestaron total apego a las directrices del papa Pío IX.7

En una parte de la prensa católica no participaron periodistas asalariados, como los que se empleaban en los periódicos de información. Existió un compromiso religioso en las redacciones, las cuales buscaron orientar al lector, ofreciendo los conocimientos necesarios para defender los valores cristianos. Por ello, en los rotativos católicos abundaron los artículos de opinión, escritos por personas que aludieron exclusivamente a motivaciones religiosas para justificar su actividad editorial. Baste mencionar a Ignacio Montes de Oca y Obregón, guanajuatense, editor responsable y redactor en jefe de La Revista Católica (1868-1869), publicada quincenalmente en Guanajuato; según Montes de Oca, el periódico era financiado con sus propios recursos, porque su objetivo no era lucrar, sino defender la religión católica y prevenir a los jóvenes tanto de la francmasonería como de los protestantes.8

Y es que tras promulgarse la Constitución de 1857, Benito Juárez permitió el arribo de misioneros protestantes, quienes establecieron formalmente sus congregaciones a principios de los años setenta. Así, se fundaron la Iglesia presbiteriana del Norte (1871), la presbiteriana del Sur (1874), la metodista episcopal del Sur (1873), la metodista episcopal del Norte (1873) y la congregacional (1872).9 Todas estas denominaciones buscaron ganar adeptos, para lo cual difundieron propaganda contra los católicos, tachados de fanáticos que históricamente no habían conseguido educar a la población ni contribuido a eliminar los vicios (como la embriaguez).10

Las distintas denominaciones protestantes fundaron periódicos e imprimieron folletos para promover sus ideas. También invitaron a los sacerdotes católicos a cambiar de religión. En 1873-1874, la Iglesia de Jesús o Iglesia Episcopal Mexicana escribió a Amado R. Herrera, párroco de Tepoztlán, para exhortarlo a adoptar el conocimiento protestante, o bien, permitir que dicho conocimiento circulara en libertad. En ese bienio, la Iglesia de Jesús hizo circular en el arzobispado de México dos opúsculos, a saber, La fe probada por las obras y Circular. Que repartió el presbítero D. José M. González en estado de Chiapas, en los que pedía a la población obrar conforme a los reglamentos protestantes. En el segundo folleto también se criticaba a la Iglesia de Roma por mantener vigentes ciertas prácticas que no tenían fundamento bíblico, como el sacramento de la penitencia o la indulgencia.11

De forma simultánea a la expansión del protestantismo se incrementaron las logias masónicas, que en la década de 1870 agruparon a políticos liberales, algunos de los cuales buscaron debilitar la influencia de la Iglesia católica, considerada un obstáculo para el acatamiento pleno de las leyes civiles. Como ejemplo, puede mencionarse a Ignacio Ramírez, el Nigromante, masón confeso, quien pensaba que en México debería existir:

Una verdadera iglesia que sin dejar de ser católica­cristiana llenara las aspiraciones del pueblo garantizando su acatamiento y obediencia a las leyes del supremo gobierno de la nación [...]. Debemos seguir el ejemplo de Inglaterra [...] pues se hace necesaria la reforma religiosa. Pero al referirnos a ésta no queremos en México que se admita como tal un movimiento protestante, no, mil veces no; esto sería aumentar el mal. El protestantismo en México es un parásito infecundo [...] es un sistema extranjero, introducido en el país como negocio mercante.12

Por lo anteriormente dicho, la prensa católica de la segunda mitad del siglo xix combatió el liberalismo, el protestantismo y la francmasonería. Ahora bien, más allá del fervor religioso de los impresores-editores-libreros, no debe olvidarse que la imprenta constituía un negocio. En consecuencia, sostengo que algunas personas buscaron que el clero diocesano validara (a través de la censura) el contenido de sus publicaciones con fines comerciales.

El régimen censorio de 1821-1855 desapareció formalmente luego de promulgarse la ley Lafragua, que decretaba el fin de la censura religiosa. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xix, la Iglesia permitió a los editores solicitar que un eclesiástico censurara sus manuscritos religiosos. Así, la censura pasó de ser obligatoria a voluntaria. De acuerdo con María Teresa Camarillo, Ignacio Montes de Oca declaró que pidió al Cabildo eclesiástico la censura de su Revista Católica, no obstante, ya sea por falta de clérigos capacitados o por confianza en el redactor, el clero convino en que fuese Montes quien censurara sus propios escritos.13

No tengo los documentos necesarios para comprobar la veracidad de la declaración de Montes de Oca. Lo que sí puedo confirmar es que sólo identifiqué en el aham dos peticiones de censura en el periodo 1856-1870 (lapso inmediatamente anterior al marco temporal de este artículo). En la primera, correspondiente a 1860, se pidió la revisión de un escrito teológico apocalíptico sobre la segunda venida de Cristo.14 En la segunda, también planteada en 1860, el presbítero Ignacio Pérez Volde requirió la censura de una novena.15 Esto significa que la censura eclesiástica no fue una práctica común en las décadas de 1850 y 1860, o bien, fue ejercida de manera informal, sin notificarlo a la secre­taría del arzobispado de México.

Como señalé en un inicio, parecía que la censura religiosa estaba condenada a desaparecer tras el triunfo de la República, pero el panorama cambió durante 1871-1891, periodo en el cual Labastida y Dávalos fue arzobispo de México y reactivó una Junta censora, por instrucciones del papa. Entonces, el gobierno diocesano recibió cientos de solicitudes de censura.

La censura eclesiástica durante el arzobispado de Labastida y Dávalos

Pelagio de Labastida y Dávalos fue un arzobispo con amplia experiencia en la política nacional e internacional. Sus contactos incluyeron a personajes de la talla del papa Pío IX y Maximiliano de Habsburgo. Nació en Zamora, Michoacán, el 21 de marzo de 1816. Estudió en el Seminario Tridentino de Morelia, donde fue rector. Apoyado por Santa Anna, fue nombrado obispo de Puebla de 1855 a 1863, cargo que ejerció desde México sólo unos meses, toda vez que, tras el triunfo de la revolución de Ayutla, se opuso de manera pública a la Ley Juárez, así como a la enajenación de los bienes de la Iglesia, hechos por los cuales tuvo que exiliarse en 1856, primero en La Habana, después en París y posteriormente en Roma. Labastida mantuvo comunicación con los mexicanos conservadores en el extranjero y recibió información puntual de los acontecimientos del territorio nacional. Tras enterarse del Plan de Tacubaya, viajó a La Habana en 1858, esperando que las condiciones en México fueran propicias para su regreso. En abril de 1859 decidió viajar a Nueva York, donde estuvo hasta septiembre; este último mes recibió una propuesta del gobierno conservador mexicano: ser ministro plenipotenciario ante la Santa Sede, encomienda que aceptó, por lo cual se dirigió rumbo a Roma.16

Al retornar a Europa, apoyó el proyecto monarquista de los conservadores mexicanos. De hecho, cuando Maximiliano consultó al papa sobre la idoneidad de viajar a México, Pío IX pidió el consejo de Labastida, quien manifestó que una intervención extrajera era deseable para salvaguardar los bienes de la Iglesia.17

Pelagio fue preconizado arzobispo de México el 19 de marzo de 1863. Tres meses después fue elegido (junto con Juan Nepomuceno Almonte y José Mariano Salas) miembro de la Regencia que gobernó el país antes de la llegada de Maximiliano. Volvió a México el 11 de octubre del mismo año, sin embargo, diferencias con el general francés Aquiles Bazin (quien propuso vender los bienes de la Iglesia bajo el control del Estado) provocaron que fuera destituido el 17 de noviembre. Tras la caída del Segundo Imperio Mexicano tuvo que exiliarse en Roma por segunda ocasión, esta vez de 1867 a 1871.18

Aunque se encontraba en Europa, Labastida no renunció al arzobispado, por el contrario, representó a la Iglesia mexicana en el Concilio Vaticano I, celebrado del 8 de diciembre de 1869 al 20 de octubre de 1870. En este evento se acordó la publicación de la Constitución Apostolicae Sedis, que determinó la vigencia de: a) la excomunión a quienes imprimieran o hicieran imprimir, sin aprobación del ordinario, libros sobre religión; b) el Índice romano de libros prohibidos, los edictos prohibitivos y los permisos de impresión como los medios adoptados por la Iglesia para contener “la desenfrenada licencia de pensar y de escribir”.19 En consecuencia, se establecieron Juntas de Censura en los obispados del mundo; por ejemplo, en Zamora, España, se constituyó una Junta en 1881, que vetó diversos impresos liberales y socialistas, como La Voz Republicana, El Duero y La Voz del Pueblo, tachados de anticatólicos.20

Benito Juárez permitió que Labastida regresara a México en 1871. Este mismo año, el arzobispo instaló una Junta de Censura.21 En el aham no hay evidencia de que tal tribunal estuviera integrado por miembros permanentes que sesionaran periódicamente; lo que sí existe es una serie de expedientes que demuestra cómo el ordinario nombró a uno o dos eclesiásticos para atender las peticiones de censura, que no fueron pocas, como ya señalé, numerosos editores, escritores y traductores, tanto hombres como mujeres, solicitaron una licencia de impresión.

Es decir, que la censura eclesiástica fue ejercida en el periodo de estudio y la grey podía ser castigada de no acatarla. Hoy día pudiera parecer que las penas de la Iglesia carecen de importancia, pero en las sociedades hondamente religiosas sólo muy pocos estaban dispuestos a afrontar, por ejemplo, la excomunión, que implicaba la negación de la confesión y el entierro en un camposanto. Y es que la instauración de un régimen liberal laico en la segunda mitad del siglo xix no supuso el confinamiento del clero, por el contrario, se construyó un espacio público diverso, donde el poder espiritual continuó teniendo una fuerte presencia; las expresiones de los católicos tuvieron que ser aceptadas como parte de la opinión pública. Para Cecilia Bautista, la aplicación de la Constitución de 1857 no derivó en la pérdida de influencia de las autoridades eclesiásticas.22

En las últimas cuatro décadas del siglo xix se observa un nuevo catolicismo, concepto acuñado por Cristopher Clark para comprender los procesos que experimentaron la Iglesia católica y sus miembros ante la creciente hegemonía del liberalismo, la presencia del protestantismo y la paulatina circulación de ideas socialistas.

Cuando hablamos de ‘nuevo catolicismo’ nos referimos a un proceso de renovación del propio catolicismo que, al buscar la (re)conversión de los ciudadanos a través de instrumentos como la prensa, la escuela y el espacio público, fue en sí mismo una propuesta de renovación y modernidad (confesional) en el marco de amplios debates, no sólo por el papel de la Iglesia en el mundo contemporáneo, sino en torno a la función de la religión misma en la sociedad.23

En Proyectos episcopales y secularización en México, siglo xix (2020), libro colectivo coordinado por David Carbajal López,24 se analizan distintos proyectos pastorales insertos en el nuevo catolicismo, proceso que no sólo fue impulsado por las autoridades eclesiásticas, sino también por los seglares, entre ellos, impresores­-editores-libreros que contaban con los medios necesarios para divulgar las ideas católicas promovidas en escuelas, conferencias morales y misas.

Entre los personajes que sometieron sus escritos religiosos a la censura eclesiástica en 1871-1891 figuraron: Eugenio Maillefert, Antonio Vanegas Arroyo, Carlos Bouret (representante de Viuda de C. Bouret Librería editorial), Eduardo Murguía, Luis Ezeta, Manuel García Aguirre, Luis G. Duarte, Manuel G. Aragón, José Reyes Velasco, Manuel Galindo y González y Miguel Torner. La práctica editorial de estos hombres estuvo orientada por motivos tanto religiosos como económicos; en este artículo me interesa reflexionar únicamente en los segundos.

Una censura favorable importaba porque implicaba contar con un sello de calidad, que indicaba a la grey cómo determinada publicación carecía de errores y se apegaba a las directrices de las autoridades eclesiásticas, así que valía la pena comprarla. Por otro lado, la condena de un impreso podía suponer menos ventas. Por ejemplo, en 1890, Reynaldo Manero, editor responsable de la Imprenta del Círculo católico, envió a la secretaría del arzobispado los dos números iniciales de La Fe Católica, correspondientes al 8 y el 25 de diciembre. Se trataba de un quincenal de propaganda católica, para el cual Manero solicitaba una licencia de impresión:

Sentí la necesidad de ponerlo bajo la protección de un hombre respetable que le diese el prestigio de que el mío carecía, que lo rodease con autoridad que mi pobre reputación literaria no podía darle, que le sirviese en fin como de recomendación para aquellos a quienes el nombre del redactor no inspirase bastante confianza [...]

Sírvase pues, V. S. I. aceptar y bendecir esta publicación.25

Evidentemente, Manero buscaba que su periódico contase con una recomendación oficial que propiciara mayores ventas, anhelo que manifestó en el número inaugural de La Fe Católica, en el cual expresó que el periódico estaba dedicado “a todos los padres de familia, a los dueños de fábricas y establecimientos mercantiles, [...] a todas las Sociedades Católicas y a los Directores y Directoras de Colegios”, de quienes esperaba que compraran ejemplares “en bastante número” y los distribuyeran entre sus “dependientes, discípulos, criados y pobres para que a todos sea útil; muy especialmente a aquellos cuya escasez de recursos no les es posible adquirir libros cuya lectura les sea provechosa”.26

Labastida designó al cura José Soler como censor de La Fe Católica. El 12 de enero de 1891, Soler concedió la licencia solicitada, con la condición de que el editor entregase a la secretaría del arzobispado dos ejemplares de cada número por publicarse, para que fuesen censurados. Manero aceptó el requisito e incluso ofreció divulgar las disposiciones que el gobierno diocesano considerase conveniente; asimismo, insistió “respetuosamente” en que el arzobispo recomendara a todos los católicos la lectura del rotativo, toda vez que la venta de suscripciones y ejemplares individuales resultaba fundamental para la viabilidad La Fe Católica.27 Es notorio que los editores se apegaron a la censura eclesiástica esperando beneficiarse económicamente. No quiero decir con esto que el compromiso religioso fuese inexistente, más bien me interesa subrayar el interés comercial en torno al ejercicio censorio.

Durante el gobierno diocesano de Labastida y Dávalos se censuraron diversos géneros editoriales, como libros y folletos escolares, catecismos, oraciones, devocionarios, interpretaciones de la biblia, dramas, periódicos de combate político (por ejemplo, El Heraldo: diario católico), rotativos científicos-literarios (como el semanario El Domingo en la Familia), poesía, entre otros. Cabe señalar que en el aham también pueden observarse quejas de sacerdotes y seglares contra contenido presuntamente anticatólico publicado en la prensa; de tal modo, el arzobispo recibió informes que le ayudaron a evaluar el panorama editorial. Así, en 1871, un individuo denunció que, según la publicidad de ciertos medios, en la capital mexicana se presentaría la comedia El Redentor del mundo, lo cual resultaba alarmante, pues los temas religiosos no debían ser objeto de risa.28

Puede decirse que la grey coadyuvó en las labores de vigilancia y defensa del catolicismo, cruciales para la Iglesia ante la difusión del liberalismo y del protestantismo. Desde luego, algunos impresores­-editores-libreros quisieron aprovechar este contexto para impulsar sus negocios. El 21 de abril de 1883, Luis G. Duarte escribió a Labastida que deseaba contribuir al cumplimiento de las prohibiciones eclesiásticas, por lo cual solicitaba que su librería (ubicada en la Calle de San José el Real número 7) contara con el permiso necesario para retener libros vetados y venderlos “a personas que tengan licencia al efecto”.29 El objetivo del librero era claro: deseaba expender con el aval eclesiástico. El gobierno diocesano no respondió a Duarte; el librero tampoco insistió en el asunto, y es que cinco meses antes había cerrado un negocio editorial con el clero, así que, quizá, pensó que no valía la pena presionar.

Editores censurados

¿Los editores-libreros estuvieron dispuestos a censurar sus manuscritos religiosos por motivos económicos? En este apartado desarrollaré la respuesta. Empezaré por detallar un expediente en torno al ya mencionado Luis G. Duarte, quien vendió silabarios a directores de escuelas de la Ciudad de México.

En noviembre de 1882, Duarte envió a Labastida y Dávalos un silabario para su censura, toda vez que deseaba vender el texto en las primarias católicas. Aunque en la década de 1880, los políticos liberales intentaron dar peso a la educación popular laica, gratuita, obligatoria y científica, no existían planes de estudio ni métodos insertos dentro de un sistema homogeneizado, por lo cual diversos grupos quisieron influir en las escuelas. En lo que a los católicos se refiere, éstos intentaron consolidar una identidad que uniera tradición y modernización, situación que fue aprovechada por empresarios católicos.30 Cabe señalar que, hasta los años noventa, los estados estuvieron facultados para seleccionar los textos que se utilizarían oficialmente en las primaras públicas, por lo cual la preferencia por determinado libro dependió de la relación del gobierno con el clero, los autores y los editores; en lo concerniente a las primarias católicas, la decisión sobre qué obras utilizar recaía en el gobierno diocesano.31

El 12 de diciembre de 1882, el arzobispo designó al presbítero Antonio Gay para que determinara si el silabario de Duarte era propio para la enseñanza primaria.32 El censor informó que el texto en cuestión “nada contiene opuesto a la sana moral y además me parece propicio para la enseñanza de los niños”, además de que “parece preferible a los demás conocidos y en uso actualmente en las escuelas”. Sin embargo, también notificó que el texto era susceptible de mejora, así que redactó seis observaciones que el autor debía atender si quería que el silabario fuese publicado.33 Duarte aceptó sin oposición alguna. ¿Por qué? Porque era un hombre de negocios, que tal vez deseaba comercializar su producto lo más rápido posible. Irónicamente, las observaciones del censor no estaban relacionadas con la religión (único aspecto que debía valorar), sino con cuestiones metodológicas; toda vez que el dictamen es breve, me pareció pertinente presentarlo a continuación:

Observaciones al Silabario de L. Duarte.

1a) La lectura se ha enseñado hasta ahora a los niños comenzando por el abecedario. Más como el nombre de las consonantes no corresponde al sonido que tienen en combinación con las vocales, el alfabeto es no sólo inútil sino embarazoso para el silabeo. Puede pues omitirse el primero; pero debe entonces desaparecer igualmente el deletreo, lo que ha de advertirse a los Maestros en una notita.

2a) Será conveniente que se antepongan las articulaciones inversas a las directas, puesto que así se conocen mejor los sonidos que corresponden a las consonantes: v. g. en ‘ab’ se percibe mejor el sonido que corresponde a la ‘b’ que en ‘ba’.

3a) El orden que ha de tener el silabeo debe ser, procediendo de lo fácil a lo difícil, comenzando por las consonantes labiales, siguiendo por las dentales, paladiales, linguales y acabando por las nasales y guturales, así: b, p, m, f, v, z, d, t, n, l, ch, ñ, o, ll, j.

4a) Debiendo desaparecer el deletreo [...] se gana tiempo y se economiza trabajo que se puede emplear en la enseñanza por libros sucesivos de principios de religión y en el desarrollo y cultivo del entendimiento; más es preciso adoptar otro método y enseñar el análisis de las palabras por otros elementos; de otra manera la lectura no tendría base.

5a) El método alemán que se puede llamar silabeo descompone las palabras en sílabas. El método itálico=fraces se puede llamar fonético, porque descompone las palabras en sonidos y articulaciones. El silabario Duarte combina estos dos métodos con el antiguo, sin adoptar especialmente ninguno, lo que parece privar a la lectura y al lenguaje de todo elemento seguro. Para no pugnar con la rutina, sería bueno aceptar resueltamente en México el método silábico.

6a) Según este método, no hay inconveniente en que le anteponga el silabeo al nombre de las letras, pero igual nombre es el de las letras. En el método alemán, las consonantes son afónicas puesto que solo sirven para modificar el sonido de las vocales: este es uno de sus grandes defectos; y por eso en el método fonético se da la preferencia sobre las sílabas a los sonidos y articulaciones. De todos modos, el nombre de las consonantes se debería variar, de modo, v. g. que la ‘b’ que no se llamase ‘be’ sino ‘bbb’, ni la ‘t’ se llamase ‘te’ sino ‘ttt’... más como esta [observación...] no es fácil que se introduzca de golpe en México, atendido el estado de la introducción primaria y las costumbres arraigadas de antiguos tiempos, en el silabario Duarte deben quedar los nombres primitivos de las consonantes dándose a los maestros en una nota final explicaciones oportunas, a fin de que puedan entrar siquiera en el camino de las reformas europeas.34

Duarte integró las observaciones antes mencionadas al silabario, el cual fue comercializado con aval eclesiástico. Puede decirse que la censura benefició a las dos partes involucradas: mientras que los editores impulsaban su negocio, el clero confirmaba el apego de la grey a las directrices establecidas. Atender los dictámenes del gobierno diocesano era menester si se quería expender un libro en instituciones religiosas o escuelas dirigidas por católicos fervientes. Hay que señalar que, de acuerdo con Gómez-Aguado, la venta de textos escolares fue una actividad lucrativa durante la gestión de Labastida y Dávalos, toda vez que el arzobispo impulsó la fundación de escuelas primarias.35

Ciertamente existió una discusión importante en la época en torno al mejor método para enseñar a leer; el dictamen al silabario de Duarte muestra el involucramiento de los clérigos en dicha discusión, algo casi obvio en vista de la presencia continua de la Iglesia en el sostenimiento de escuelas privadas. Puede observarse que no todos los dictámenes se dedicaban exclusivamente a verificar que no hubiera en los manuscritos nada contrario a la religión católica. Este hecho no es de sorprender, de acuerdo con Robert Darnton, desde el siglo xviii la censura no era simplemente cuestión de purgar herejías, era una práctica positiva porque se refrendaba el estilo, la terminología, la solidez de los argumentos y el contenido. Los censores defendían a la Iglesia, pero “escribían como hombres de letras dispuestos a defender el honor de la literatura [...], vertiendo desprecio sobre obras que no estaban a la altura de estándares altos”.36

La concesión de una licencia eclesiástica de impresión no implicó que censores y editores tejieran relaciones incondicionales de negocios. Después de que Duarte recibiera el permiso del ordinario para publicar su silabario, mantuvo contacto con Antonio Gay, a quien le presentó para su censura dos cuadernos manuscritos que contenían “catálogos de homónimos, verbos irregulares y nombres de Santos, etc., destinados por su autor para servir de lectura a los niños que hubiesen acabado el Silabario”. 37 Resulta notorio que Duarte quiso aprovechar la comunicación con Gay para impulsar sus actividades editoriales; no obstante, el 12 de enero de 1883, el censor negó la licencia:

Tienen estos cuadernos su mérito; corresponden al fin que se propuso el S. Duarte, de evitar el canto monótono de los niños que aprenden a leer; y pueden utilizarse con ventaja de la ortología y de la gramática; pero a mi juicio, no desarrollan el pensamiento que dictó el Silabario, ni son propios para el estudio de las primeras letras.38

El dictamen de Gay se fundamentó en dos argumentos: 1) los catálogos estaban compuestos de palabras desligadas, que “hablan únicamente a los ojos, sin tomar sentido. A lo sumo con ellos se aprendería a leer mecánicamente, sin ventaja alguna al entendimiento”; 2) los manuscritos no divulgaban ideas religiosas, con excepción de algunos nombres de los Santos. Para el censor, “es de sospechar que si no se aprende [religión] al mismo tiempo que el abecedario, tres cuartas partes de los mexicanos la ignorarán toda la vida”.39 Puede observarse que, en esta última evaluación, Gay sí tomó en cuenta la relación religión-alfabetización, después de todo, los obispos mexicanos, en concordancia con las directrices del papa, pusieron especial atención a la educación católica de los niños, concebida como el único medio para garantizar obediencia y respeto al sumo pontífice, así como para evitar la incredulidad y el desprecio al principio de autoridad.40

Desde luego, la censura eclesiástica no era obligatoria. Duarte tuvo la posibilidad de imprimir sus catálogos sin licencia del ordinario, pero decidió no hacerlo, pues continuó editando o escribiendo textos católicos, algunos de los cuales fueron aceptados por la Iglesia, como Profecías de Matiana acerca del triunfo de la Iglesia: expurgadas, defendidas y corroboradas con respetabilísimos y muy notables vaticinios de santos, de personas canónicamente beatificadas y do otras que han muerto en olor de santidad (1889)41 o Impugnación a la memoria de D. Juan Bautista Muñoz contra la gloriosa aparición de Ntra. Sra. de Guadalupe y breve respuesta á las objeciones de los editores de Madrid sobre el mismo asunto en el denominado “Libro de sensación” (1892).42

Es justo mencionar que, a pesar de que Labastida y Dávalos propició la fundación de múltiples colegios en el arzobispado, los niños que podían acudir a las instituciones educativas, ya sean públicas o privadas, representaban una minoría, de modo que los alcances del proyecto educativo diocesano debieron ser reducidos (más allá de las ganancias que pudieron generar los editores). Según datos relativos a 1874, existían en la Ciudad de México 223 escuelas primarias públicas y 127 privadas. En las primeras había 16 345 alumnos, mientras que en las segundas se atendían a 4 315. Los niños que asistieron a la primaria no llegaron al 20% del total de la población en edad escolar. La mayor parte de las escuelas privadas eran católicas, predominantemente urbanas, y estaban dirigidas a las clases altas,43 así que personajes como Duarte debieron operar sobre todo en las capitales de los estados.

Otro editor que recurrió a la censura eclesiástica fue Eugenio Maillefert, traductor y editor­librero que publicó principalmente calendarios, como Gran almanaque mexicano y directorio del comercio al uso del Imperio mexicano, año 186744 y Directorio de comercio de la República mexicana para el año de 1868;45 también estampó textos de naturaleza instructiva, como Manual razonado de práctica civil forense mexicana (1869).46 Maillefert no se centró en imprimir textos de una temática específica, sino que diversificó sus productos, lo cual evidencia su faceta empresarial. El 2 de agosto de 1870 escribió a la secretaría del arzobispado para notificar que “he traducido del francés una pequeña obrita a impreso titulado ‘Examen de conciencia’ destinado principalmente al uso de la juventud”.47 Como toda persona que deseaba obtener un permiso eclesiástico de impresión, Maillefert explicó a la Iglesia los aportes de su traducción:

Dicha obrita, de muy reducido volumen me ha parecido que no solamente puede servir para la juventud, sino también para la multitud de indígenas y otras personas de poca instrucción, que necesitan un guía de fácil y de la mayor sencillez para poder acercarse [...] al tribunal de la conciencia. Media también la circunstancia que el precio del cuadernito no debe pasar de seis o diez centavos, lo que facilitará la propagación, si su illma. [...] me concede las licencias necesarias para que se proceda a su impresión.48

¿Por qué un empresario francés, que no enfocó su actividad editorial exclusivamente en el género religioso, estaba interesado en obtener una licencia del ordinario? Porque era un hombre de negocios, como tal debió tener en cuenta que un texto dedicado a la instrucción de la juventud tenía mayores posibilidades de venta si contaba con el permiso del arzobispo. Desde luego, plantear este tipo de premisa supone ingresar en el terreno de la interpretación histórica e ir más allá de la evidencia positivista. No puede olvidarse que las actividades editoriales representaban un negocio. Aludir al fervor religioso no basta para explicar la complejidad del fenómeno censorio, hay que reparar en la mentalidad empresarial.

El censor Vicente Salinas Rivera aprobó la impresión del folleto de Maillefert el 17 de agosto de 1870; únicamente advirtió al empresario francés que debía anotar “con alguna señal cualquiera que sea, los puntos que indiquen la materia de pecado mortal o venial, o simples faltas, haciendo al principio de dicha obrita la correspondiente advertencia de las señales que distingan cada uno de los puntos”.49

Quiero enfatizar que el ejercicio de la censura religiosa en la segunda mitad del siglo xix tenía sentido, a pesar de la separación Iglesia­-Estado, porque suponía un beneficio tanto para los editores como para la Iglesia. Ante el triunfo del liberalismo y la difusión del protestantismo, el clero se aseguraba de que determinados impresores­editores-libreros promoverían el catolicismo. Por otra parte, los permisos eclesiásticos de impresión podían propiciar el crecimiento económico de una imprenta o librería.

Cabe señalar que, durante el gobierno diocesano de Pelagio de Labastida, las siguientes mujeres realizaron veinte peticiones de censura: Concepción L. Sánchez, Concepción Pastor, Luz Martínez, Clementina Lazcano, Isidra de Jesús Castro, Rosario Luz Romero de García, María Ernestina Larrainzar, Ester Pesado, María de Jesús Araujo, Ángela Moreno de O’Gorman, Carmen Cadórniga de Abadiano, Ana María Montaño, María de Jesús Bañuelos, Martina Ortiz, Modesta C. Campos y Concepción Inclán. ¿Las mujeres propiciaron la formación y desarrollo de empresas editoriales en la segunda mitad del siglo xix? La relación entre la censura y la participación de las féminas en los negocios editoriales no será analizada en este artículo, pero no quiero dejar pasar la oportunidad para señalar el tema, el cual conocí gracias a las investigaciones de Corinna Zeltsman, quien desinteresadamente me compartió información al respecto.

Una estrategia utilizada por los editores católicos para atraer a un público más amplio y generar mayores ganancias fue la introducción de contenidos científicos, cuya censura resultaba fundamental para verificar que no existieran contradicciones entre la religión y la ciencia, así como para mostrar a la población que el clero no estaba en contra del avance del conocimiento. El 4 de julio de 1883, el médico y editor Manuel G. Aragón escribió a Labastida para informarle que deseaba publicar un semanario titulado El Domingo en la Familia, destinado a inculcar y propagar en las familias “ideas de la más sana moral cristiana, para lo cual contará [...] con la colaboración del Sr. Presbítero Lic. Don Tirso R. de Córdova”, autor de Historia elemental de México, impresa en 1881,50 188351 y 1892.52 Desde un inicio, Aragón subrayó que el periódico contaba con escritores pertenecientes al clero, que tenían la instrucción necesaria para ajustarse completamente a las directrices eclesiásticas.53

El 17 de julio, Labastida decidió nombrar a Tirso R. Córdova censor de El Domingo en la Familia (incurriendo en lo que hoy día se conoce como conflicto de interés, toda vez que Córdova fue escritor y censor del mismo periódico). Como era de esperarse, Aragón recibió el permiso requerido. Es evidente que la relación de un editor con el clero fue importante para agilizar la concesión de una licencia de impresión.

El Domingo en la Familia fue un aliado significativo de la Iglesia, pues no sólo presentó escritos religiosos, sino también científicos, que exhibieron cómo la ciencia no estaba enemistada con la religión. Así, desde el primer número comenzó a publicarse Tratado elemental de higiene doméstica, escrito por Aragón, en el que se reparó sobre las condiciones atmosféricas adversas para el cuerpo humano y de los animales,54 anatomía y fisiología.55 Cabe apuntar que otras imprentas católicas difundieron literatura científica, por ejemplo, la de Julio Verne.56

Censurar periódicos católicos que presentaban contenidos científicos era significativo porque algunos políticos liberales estaban convencidos de que la participación del clero en la vida pública debilitaba el avance del conocimiento. Para Justo Sierra, debía extirparse de raíz la enseñanza religiosa “que falsea la ciencia, que la anatemiza en sus evidencias antidogmáticas o la mutila en sus hipótesis más racionales”.57

No existe una confesión en la que Argón afirmara que solicitó la licencia del ordinario para generar ganancias. Sería descabellado pensar que un editor aludiría a razones económicas al requerir un permiso eclesiástico. Aunque las personas apelaran sólo a motivaciones religiosas al escribir al arzobispo, hay que reparar en la dimensión económica de la edición.

Pensemos en un personaje como Antonio Vanegas Arroyo (1852-1917), editor célebre por haber difundido las estampas de José Guadalupe Posada. Vanegas fundó su taller en 1880. En sus orígenes se dedicó a la encuadernación, pero a petición de un cliente comenzó a imprimir oraciones religiosas. Poco a poco amplió su oferta editorial: vendió cuadernillos de canciones, versos, formatos de felicitación o de cartas de amor, cuentos, discursos patrióticos, comedias para ser representadas por niños o por títeres, juegos, adivinanzas, reglas para echar las cartas, suertes de prestidigitación, fórmulas mágicas o de brujería (que estaban prohibidas por el clero diocesano), oráculos, recetas de cocina y muestras de bordado. También ofreció pliegos y hojas sueltas con noticias de apariciones milagrosas, de fenómenos o desastres naturales, de sucesos políticos y de crímenes sensacionales.58

Vanegas Arroyo imprimió material popular que llegó a disgustar al clero, pero también difundió textos religiosos que contaban con la aprobación eclesiástica. El 8 de marzo de 1890 escribió a la secretaría del arzobispado para comunicar que, como editor católico, deseaba “proporcionar un bien general a la educación moral de la niñez y propagación del catolicismo en todas las clases de la sociedad”, por lo cual tomó la decisión de conformar una “Biblioteca popular religiosa” con la reimpresión de varias obras que deseaba censurar.59

Vanegas envió los siguientes textos a la secretaría del Arzobispado: “El porqué de las ceremonias de la Iglesia; Catecismo de la doctrina cristiana por el P. Ripalda; Biblia de la juventud; y Trisagio seráfico de la Santísima Trinidad” (que se imprimiría con la finalidad de complementar el Catecismo de Ripalda).60

Joaquín Arcadio Pagara fue asignado como el censor de Vanegas. Su dictamen fue dado a conocer el 12 de mayo, sobresale por ser sucinto, pues Arcadio Pagara se limitó a argumentar: “me es grato manifestar a V. S. que no encuentro en esos libros cosa que pueda oponerse a nuestra santa fe y a la sana moral”.61 Probablemente el censor conocía bien las obras que revisó, por lo cual quiso apurar el proceso de impresión-circulación. Quiero subrayar lo conciso del veredicto: en poco más de una línea, el censor manifestó su parecer, sin reparar en el contenido de cada título. Los dictámenes de la primera mitad del siglo xix eran extensos, por lo general oscilaron entre las 35 y las 55 páginas, sobre todo porque eran publicados para demostrar la objetividad de los censores. Y es que en 1821-1855, los autores tuvieron la posibilidad de impugnar legalmente la prohibición de un texto; algunos personajes célebres que hicieron uso de este recurso fueron Juan Antonio Llorente62 y José Joaquín Fernández de Lizardi,63 quienes imprimieron sus defensas. En consecuencia, era común observar una confrontación pública entre censuras e impugnaciones.

Vanegas recibió la licencia solicitada para la conformación de su “Biblioteca popular religiosa”. Joaquín Arcadio no tomó en cuenta que dicha colección sería publicada por un editor que imprimió textos de magia, brujería y adivinaciones, prohibidos por el clero. ¿Por qué Vanegas no acató dicha prohibición? Porque deseaba vender. Estamos ante un hombre de negocios. Si tenemos esto presente, no es de extrañar que el editor decidiera someter a la censura eclesiástica sólo aquellos títulos bien conocidos por el clero, que tenían amplias posibilidades de ser avalados.

Analicemos un caso más. El 31 de agosto de 1885, Juan E. Barbero y D. Ignacio del Moral, fundadores de la casa comercial Barbero y del Moral, solicitaron permiso para reimprimir las obras El charlatanismo social, “por el R. P. Félix de la compañía de Jesús”, y Conversaciones sobre el protestantismo actual, “escrita en francés por el Illmo. Sr. L. G. de Segur prelado Romano, traducida por un sacerdote”. Aludiendo a un profundo sentimiento religioso, Barbero y del Moral expresaron que deseaban “cooperar de alguna manera al bien moral de nuestra atribulada sociedad”, por lo cual, de aprobarse sus dos reimpresiones, las venderían por entregas semanales de veinticuatro páginas cada una, “siendo diez y seis páginas de la primera y ocho de la segunda, al precio de siete centavos en la capital y nueve en los estados, con objeto de que [...] estén al alcance de todas las clases de la sociedad”.64

Los dos libros que Barbero y del Moral buscaban reimprimir eran populares entre el clero y contaron con varias reimpresiones avaladas por las autoridades eclesiásticas en la segunda mitad del siglo xix.65 Los editores debieron conocer bien los productos que vendieron, no se estaban arriesgando a comercializar obras desconocidas, cuya censura podía demorar meses. En El charlatanismo social se atacaba al socialismo, considerado una “herejía social” que no sólo subvertía vanamente el orden establecido, sino que también suponía que los problemas sociales podían resolverse sin el auxilio de la religión.66 Fue un título comercializado por la Librería de Ch. Bouret, conocida por el amplio catálogo de libros que ofrecía (textos científicos, manuales escolares, de arte, religiosos, almanaques, entre otros).67 Por su parte, Conversaciones sobre el protestantismo actual constituía una defensa contra la propaganda de los protestantes, considerados una secta religiosa que buscaba atacar a los gobiernos diocesanos, tachados de fanáticos que históricamente no habían conseguido educar a la población ni contribuido al progreso social.68

El charlatanismo social y Conversaciones sobre el protestantismo actual resultaban útiles para la defensa del catolicismo, sobre todo porque la principal vía utilizada por los protestantes para promover sus ideas fue la prensa. Cada congregación fundó un periódico que sirvió como medio público de comunicación, enseñanza y promoción. Sobresalieron el rotativo metodista El Abogado Cristiano Ilustrado (1880-1929) y el presbiteriano El Faro (1885-1913), los cuales se consolidaron como referentes del mensaje protestante en México;69 su longevidad es sintomática del éxito editorial que alcanzaron. En lo que a recursos empleados se refiere, ambos se caracterizaron por el uso constante de ilustraciones, que complementaron los textos y adornaron algunas portadas, acción con la cual se buscó atraer al público más amplio posible.

El 2 de septiembre, se designó a José Soler como censor de los títulos de Barbero y del Moral. Dos días después, Soler escribió a la secretaría del arzobispado que “la Sagrada Mitra no puede negar el permiso para que sean reimpresas las obras del padre Félix y las de Monseñor Segur, cuya traducción ha sido ya aprobada por el Illmo. Señor Obispo de Veracruz”.70 Resulta notorio que las reimpresiones representaban un negocio prometedor, pues la aprobación de un libro conocido por el clero se otorgaba de manera rápida y expedita. Barbero y del Moral recibieron la licencia solicitada el 11 de septiembre, con la condición “de que antes de darse a luz [las obras] sean cotejadas por el mismo R. P. censor”.71

Los títulos de Barbero y del Moral fueron económicamente favorecidos por el clero diocesano, pues el 24 de octubre la secretaría del arzobispado escribió a los sacerdotes de su jurisdicción que influyeran:

[...] entre sus feligreses, para que se suscriban a la publicación que de las obras tituladas: ‘Charlatanismo social, por el padre Félix de la Compañía de Jesús’ y ‘Conversaciones sobre el actual protestantismo, por el Monseñor de Segur’, van a hacer D. Juan Barbero y D. Ignacio del Moral y Bezares, por ser obras de cuya lectura resultará gran utilidad.72

En este sentido, se observa cómo una censura eclesiástica favorable podía impulsar los negocios de los editores. No debe olvidarse que la sociedad mexicana de la segunda mitad del siglo xix continuó siendo profundamente católica, por lo cual demandó impresos religiosos. De acuerdo con Brian Connaughton, incluso en 1857 los funcionarios públicos velaron por la presencia física, moral y litúrgica de los curas en los pueblos; además, la inaplicación de las llamadas Leyes de Reforma fue denunciada por Ignacio Ramírez. Por ello, el compromiso liberal con el pluralismo religioso ha sido cuestionado por Robert J. Knowlton y María Alma Dorantes González.73

Conclusiones

La censura eclesiástica fue ejercida en el arzobispado de México durante 1871-1891, sin embargo, no era obligatorio que los editores sometieran sus manuscritos religiosos a ella. A lo largo de este artículo se argumentó que las personas recurrieron a la censura por razones económicas (sin negar la existencia de motivaciones religiosas), toda vez que la licencia del ordinario podía repercutir en el incremento de las ventas de una publicación. Después de todo, la sociedad mexicana de la segunda mitad del siglo xix era predominantemente católica. Para gran parte de la grey, un impreso que contaba con el aval eclesiástico debió ser sintomático de calidad.

Soy consciente de que la práctica editorial de determinadas personas estuvo orientada por el anhelo de fortalecer el catolicismo ante el avance del liberalismo y del protestantismo, pero esta premisa no fue desarrollada porque me interesaba enfatizar la dimensión económica de la imprenta, que puede ser ignorada si se asume de manera positivista el discurso de los documentos históricos. Todos los personajes estudiados tuvieron una faceta comercial. Si bien, en las solicitudes de censura se aludió a los deseos de promover los principios católicos, el historiador debe contemplar tanto la naturaleza de las actividades editoriales como la trayectoria de los impresores-editores-libreros a la hora de examinar el fenómeno censorio. En este sentido, hay que interpretar la fuente, más que creer fielmente en lo que está escrito.

¿Por qué los censores avalaron las publi­caciones de hombres como Vanegas Arroyo, quien imprimió material que era del desagrado del clero? ¿Los censores sabían que los editores tenían motivaciones económicas? Posiblemente sí, sin embargo, en un contexto caracterizado por la hegemonía del liberalismo y la difusión de ideas protestantes, la Iglesia católica requería de la propa­gación de impresos que se apegaran a las directrices del arzobispo.

Fuentes

Documentales

Archivo Histórico del Arzobispado de México (aham).

Hemerográficas

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  1. 1 En otros textos ya he analizado la estructura y el funcionamiento del régimen diferenciado en materia de libertad de imprenta vigente en México durante 1821-1855. Por ahora, baste mencionar que el principio de exclusividad confesional implicaba la protección estatal de la fe católica. Por ello, si bien se permitió a los ciudadanos publicar ideas políticas sin necesidad de someterlas a censura previa, también se facultó al clero diocesano para organizar Juntas de Censura y decidir qué libros resultaban notoriamente irreligiosos y, por lo tanto, merecían vetarse. Sin embargo, toda prohibición eclesiástica debía contar con el aval del Congreso; además, los decomisos sólo podían ser efectuados por los jueces seculares o por los alcaldes de los pueblos, sin su autorización ningún funcionario civil o eclesiástico debía recoger obras prohibidas. Esta fórmula exigía la colaboración estrecha entre los poderes temporal y espiritual, pues la mala relación o comunicación entre ambos conllevaba la ineficacia del sistema.

  2. 2 En 1862, la Curia Romana dividió la Iglesia mexicana en tres arzobispados: el Oriental o de México, el central o de Michoacán y el Occidental o de Guadalajara. En lo que al primero se refiere, tenía su sede en la capital del país y jurisdicción sobre esa ciudad, Estado de México, Morelos e Hidalgo; además, sus obispados sufragáneos (a los cuales supervisaba y dictaba líneas de acción) eran Puebla, Oaxaca, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Chilapa y Tulancingo. Gómez-Aguado, “Secularización”, 2020, p. 88.

  3. 3 Rosas, “Episcopado”, 2020, pp. 121-122.

  4. 4 Rosas, “Educación”, 2014, p. 192.

  5. 5 Pani, “Para”, 2005, pp. 126-127.

  6. 6 Vieyra, Periodismo, 2004, pp. 8 y 58.

  7. 7 Vieyra, Periodismo, 2004, pp. 60-61 y 80.

  8. 8 Camarillo, “Publicaciones”, 2005, pp. 132-134.

  9. 9 Autrique, “Orígenes”, 2019, p. 169.

  10. 10 Mendoza, “Iglesias”, 2023, pp. 1232-1235.

  11. 11 García, Poder, t. ii, 2010, pp. 1464-1466.

  12. 12 García, Poder, t. ii, 2010, p. 1463.

  13. 13 Camarillo, “Publicaciones”, 2005, p. 134.

  14. 14 Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante aham), f. Episcopal, s. Censura, c. 80, exp. 45. Escrito teológico apocalíptico sobre la segunda venida de Cristo.

  15. 15 aham, f. Episcopal, s. Censura, c. 101, exp. 37. Novena en honor de María en la advocación del Buen Lucero, del presbítero Ignacio Pérez Volde, cura de Xalatlaco.

  16. 16 García, Poder, t. i, 2010, pp. 494, 520, 539, 779, 794 y 851.

  17. 17 García, Poder, t. ii, 2010, p. 976.

  18. 18 García, Poder, t. ii, 2010, pp. 978 y 1060.

  19. 19 Constitución, 1874, pp. 29 y 145-148.

  20. 20 Hernández, “Velar”, 2016, pp. 66-68.

  21. 21 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 221, exp. 18. Sobre restablecimiento de la Junta de Censura, 1871, fs. 1-21.

  22. 22 Bautista, “Religión”, 2020, pp. 150-151.

  23. 23 Rosas, “Episcopado”, 2020, p. 122.

  24. 24 Carbajal, Proyectos, 2020.

  25. 25 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 212, exp. 5. Don Reynaldo Manero sobre licencia para una publicación periódica titulada La Fe Católica, fs. 1-2.

  26. 26 La Fe Católica, 8 de diciembre de 1890, p. 4.

  27. 27 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 212, exp. 5. Don Reynaldo Manero sobre licencia para una publicación periódica titulada La Fe Católica, fs. 2 y 4.

  28. 28 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 60, exp. 15, 1871. Con relación a la comedia llamada El Redentor del mundo, fs. 1-2.

  29. 29 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 60, 1883. Don Luis G. Duarte. Sobre licencia para vender y retener libros prohibidos, f. 1.

  30. 30 Martínez, “Libros”, 2002, pp. 237-239.

  31. 31 Bárcenas, Imprenta, 2017, p. 132.

  32. 32 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, f. 1.

  33. 33 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, f. 1.

  34. 34 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, fs. 2 y 3.

  35. 35 Gómez-Aguado, “Secularización”, ٢٠٢٠, p. ١١٢.

  36. 36 Darnton, Censores, 2014, pp. 24 y 28-30.

  37. 37 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, f. 4.

  38. 38 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, f. 4.

  39. 39 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 149, exp. 30, 1882. Sobre revisión de unos libros del señor licenciado don Luis G. Duarte, f. 5.

  40. 40 Gómez-Aguado, “Secularización”, ٢٠٢٠, pp. ١١٢-١١٣.

  41. 41 Duarte, Profecías, 1889.

  42. 42 Duarte, Impugnación, 1892.

  43. 43 Gómez-Aguado, “Secularización”, ٢٠٢٠, pp. ١١٣-١١٤.

  44. 44 Gran, 1867.

  45. 45 Directorio, 1868.

  46. 46 Roa, Manual, 1869.

  47. 47 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 101, exp. 41. Don Eugenio Maillefert sobre la publicación de la obra Examen de conciencia, f. 40.

  48. 48 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 101, exp. 41. Don Eugenio Maillefert sobre la publicación de la obra Examen de conciencia, f. 40.

  49. 49 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 101, exp. 41. Don Eugenio Maillefert sobre la publicación de la obra Examen de conciencia, f. 40.

  50. 50 De Córdova, Historia, 1881.

  51. 51 De Córdova, Historia, 1883.

  52. 52 De Córdova, Historia, 1892.

  53. 53 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 152, exp. 35. Don Manuel G. Aragón sobre licencia para publicar el semanario titulado El Domingo en la Familia, f. 1.

  54. 54 El Domingo en la Familia, 7 de octubre de 1883, pp. 7-10.

  55. 55 El Domingo en la Familia, 28 de octubre de 1883, pp. 53-55.

  56. 56 Verne, Chancelor, 1895.

  57. 57 García, Poder, t. ii, 2010, p. 1535.

  58. 58 Speckman, “Amor”, 2001, pp. 68-69.

  59. 59 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 215, exp. 82. Don Antonio Vanegas Arroyo. Sobre licencia para la impresión de las obras que expresa, 1890, f. 1.

  60. 60 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 215, exp. 82. Don Antonio Vanegas Arroyo. Sobre licencia para la impresión de las obras que expresa, 1890, f. 2.

  61. 61 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 215, exp. 82. Don Antonio Vanegas Arroyo. Sobre licencia para la impresión de las obras que expresa, 1890, f. 2.

  62. 62 Llorente, Apología, 1822.

  63. 63 Fernández de Lizardi, Segunda, 1822.

  64. 64 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 172, exp. 25. Don Juan E. Barbero y don Ignacio del Moral sobre licencia para reimprimir las obritas tituladas El charlatanismo social y Conversaciones sobre el protestantismo actual, f. 1.

  65. 65 Por ejemplo: Segur, Conversaciones, 1869 y 1894.

  66. 66 Félix, Charlatanismo, 1885, p. viii.

  67. 67 Suárez, “Tejer”, 2009, p. 87.

  68. 68 Segur, Conversaciones, 1894, p. 3.

  69. 69 Barrios y Chiquete, “Comprensión”, 2022, p. 91.

  70. 70 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 172, exp. 25. Don Juan E. Barbero y don Ignacio del Moral sobre licencia para reimprimir las obritas tituladas El charlatanismo social y Conversaciones sobre el protestantismo actual, f. 2.

  71. 71 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 172, exp. 25. Don Juan E. Barbero y don Ignacio del Moral sobre licencia para reimprimir las obritas tituladas El charlatanismo social y Conversaciones sobre el protestantismo actual, f. 2.

  72. 72 aham, f. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, s. Censura, c. 172, exp. 25. Don Juan E. Barbero y don Ignacio del Moral sobre licencia para reimprimir las obritas tituladas El charlatanismo social y Conversaciones sobre el protestantismo actual, f. 7.

  73. 73 Connaughton, Mancuerna, 2019, p. 289.