Miscelánea
En las memorias de Samuel Basch, el médico de confianza del archiduque Maximiliano durante los últimos meses de su gobierno, y en las de Felix Salm-Salm, el noble oficial prusiano que acompañó al Habsburgo en Querétaro, se encuentran descripciones aparentemente auténticas de los fusilamientos verificados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867. Las narraciones incluyen detalles que la historiografía y la literatura escritas sobre el Segundo Imperio Mexicano harían suyas para poder presentar una versión verídica de un episodio histórico. En lugar prominente figuran en este contexto las últimas palabras del austriaco, aunque ni Basch ni Salm fueron testigos oculares de las ejecuciones.1 Ambos se encontraban presos en Querétaro, esperando las decisiones que el gobierno de Juárez tomaría sobre sus destinos.2 Sus testimonios varían en algunos detalles. Sin embargo, las últimas palabras de Maximiliano parecen establecer y fijarse en ambos textos. No pueden tratarse de reproducciones fieles, pero resulta posible intentar deducir a través de ellas el núcleo del discurso del archiduque en el Cerro de las Campanas.
Basch y Salm se trataron en Querétaro, aunque, dada la aparición simultánea de las obras, resulta improbable que, una vez reinstalados en sus patrias, se consultaran mutuamente durante el proceso de escritura de sus memorias.3 Por otro lado, no cabe duda de que ambos compartieran la misma fuente. Se trata necesariamente de un recuerdo basado en un documento escrito preexistente, de memoria filtrada y manipulada. Basch admite que ni quería ni podía estar presente en el Cerro de las Campanas. Remite al Dr. Reyes, un médico mexicano amigo de la familia Miramón, quien le transmite la siguiente versión de los fusilamientos:
Wie Dr. Reyes berichtet, hat der Kaiser, nachdem er eine Hand voll Goldstücke unter die Soldaten vertheilt und sie gebeten hatte, brav zu schießen, mit klarer Stimme folgende Worte gesprochen: “Que mi sangre sea la ultima que se derrame en sacrificio de la patria; y si fuere necesario alguno de sus hijos sea para bien de la nación y nunca en traición de ella - Möge mein Blut das letzte sein, welches als Opfer für das Vaterland vergossen wird; und wenn es noch eines ihrer Söhne bedürfte, dann möge es zum Heile und nie zum Verrathe der Nation sein”.4
Salm incluye una descripción mucho más detallada: refiere el testimonio poco confiable del padre Soria, el confesor del archiduque. Soria figura como testigo indirecto, ya que Salm había escuchado las referencias, como admite en nota a pie de página: “von der Gemahlin des Ministers Aguirre [...], die es von Pater Soria hörte, mit dem sie befreundet war” (“de la esposa del ministro Aguirre, la que lo había escuchado del Padre Soria que era amigo suyo”).5 Menciona, además, al cocinero Tüdös presente en el lugar de las ejecuciones. En general, recurre a la forma impersonal man que le permite fingir presencia. En la versión de Salm, Maximiliano cambia de lugar con Miramón, reparte las monedas y dice a los soldados: “ 'Muchachos, schießt gut, schießt grad hierher ', wobei er mit der Hand auf die Stelle des Herzens zeigte” (“ 'Muchachos, disparen bien, disparen directo hacia aquí ', señalando con la mano el lugar del corazón”).6 Después entrega su sombrero a Tüdös y ordena al cocinero remitirlo a la archiduquesa Sofía. Pronuncia su último discurso, de nuevo “mit Bestimmtheit und klarer Stimme” (“con certeza y voz clara”):
Mexicaner! Personen meines Ranges und meines Ursprunges sind von Gott entweder zu Beglückern der Völker, oder zu Märtyrern bestimmt. Von einem Theile von euch gerufen, kam ich zum Wohl des Landes; ich kam nicht aus Ehrgeiz; ich kam von den besten Wünschen für die Zukunft meines Adoptiv-Vaterlandes und für diejenige meiner Tapfern beseelt, denen ich vor meinem Tode für die mir gebrachten Opfer danke. Mexicaner! Möge mein Blut das letzte sein, daß vergossen wird für das Wohl des Vaterlandes; und wenn es noch nöthig ist, daß Söhne desselben das ihrige vergießen, so möge es zum Wohl desselben und nie durch Verrath fließen. Es lebe die Unabhängigkeit, es lebe Mexico!7
Las memorias de Basch y Salm dejaron huellas profundas en la recepción histórica y literaria del Segundo Imperio Mexicano tanto en México como en los países de habla alemana;8 influyen en la construcción de un imaginario y proporcionan un anecdotario que la ficción y la historiografía académica aprovechan para presentar sus narrativas verídicas; prefiguran líneas de interpretación entre las que se encuentra, no en último lugar, la posibilidad de convertir al noble austriaco en un mártir político, víctima de Napoleón III y sacrificado en aras de una patria adoptiva, la posibilidad, en otras palabras, de la mexicanización posmortem (o gracias a su muerte) de Maximiliano de Habsburgo. Se puede ilustrar esta influencia con una referencia a El Cerro de las Campanas, una de las primeras representaciones dramáticas del Imperio escrita por Antonio Guillén Sánchez en 1872. El autor mexicano conocía ambas memorias y las fusionó. Por un lado, integra a Samuel Basch en su personal dramático; por otro, copia la descripción del fusilamiento y el discurso del Habsburgo literalmente de Salm. Guillén Sánchez sustituye a Tüdös por Basch y da la palabra al archiduque:
Doctor Basch, tome usted mi sombrero y le suplico lo entregue a mi madre, la archiduquesa Sofía, con mi último suspiro. ¡Mexicanos! Las personas de mi clase y origen, son nombrados por Dios para la felicidad de los pueblos, o para ser mártires, llamado por nosotros [sic] vine para bien del país, no vine por ambición, vine animado de los mejores deseos por el porvenir de mi patria adoptiva, por el de los valientes, a quienes antes de morir agradezco sus sacrificios. ¡Mexicanos!, que mi sangre sea la última que se derrame, y que ella regenere este desgraciado país, y si fuese necesario que sus hijos todavía viertan la suya, que corra por su bien, pero que nunca por la traición. ¡Viva la Independencia! ¡Viva México!9
éste no es el lugar para acumular minuciosamente pruebas y ejemplos. No obstante, se puede constatar que la historiografía y la ficción sobre el Segundo Imperio, escritas a partir de 1867 en México, Austria, Alemania, Francia y los Estados Unidos reproducen -más o menos adornada, más o menos fiel, con o sin indicación de fuente- esta versión de la historia de los fusilamientos en Querétaro, este texto del discurso del Habsburgo. De esta manera, a lo largo de más de 150 años, se da autenticidad a unos testigos que no habían podido serlo, se construyen datos y hechos históricos con base en ficciones y descripciones fundadas en relatos de segunda o tercera mano.
Menos conocido y propagado es el testimonio del médico húngaro Szenger Ede. Sin embargo, su descripción de las ejecuciones del 19 de junio de 1867 figura en algunos textos de historiografía y literatura mexicanas y de lengua alemana en lugar prominente como único testamento fidedigno de un testigo ocular del acontecimiento. Vuelvo a constatar que éste no es el lugar para acumular ejemplos. Me limito, por ende, a uno.
En 2010 se publicó, bajo los auspicios de la H. Cámara de Diputados. LXI Legislatura, el Manifiesto justificativo de los castigos nacionales en Querétaro, texto adjudicado a Benito Juárez. El Manifiesto se editó como documento auténtico. La autoría de Juárez no se cuestiona, a pesar de que los estudios de Alfonso Junco y, posteriormente, Roberto Aceves ávila, comprueban con datos y argumentos claros el carácter apócrifo del documento.10 El libro de 2010 incluye en los anexos “La muerte del emperador Maximiliano“ por Szender Ede. Se reproduce una traducción de Roberto Wallentin. Es posible que el texto se copiara de la página de internet de la novelista norteamericana C. M. Mayo, aunque en ella figure Eduardo Wallentin como traductor.11
Se trata de la traducción deficiente de un documento cuyo origen no se aclara y cuyo español dista de ser gramaticalmente correcto. Sin embargo, en palabras de Isaí Hedekel Tejeda Vallejo, figura como uno de los “documentos valiosos publicados incluso en el extranjero acerca de los sucesos de Querétaro, que contribuyen a entender y tratar de construir un significado histórico que lleven a un juicio más completo de la historia”.12 Precisamente con este tipo de documentos -apócrifos, mal traducidos, de orígenes inseguros-, Tejeda Vallejo narra su propia historia de “El fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo”. Se debe agregar: con este tipo de documentos la historiografía y la literatura de ambos lados del océano atlántico crean la historia del Segundo Imperio Mexicano y de muchos otros episodios.
El profesor, traductor e investigador László Scholz pone a nuestra disposición una versión castellana exacta y pulcra del texto de “Szender Ede”. De esta manera se revelan las deficiencias y omisiones y, sobre todo, la cuestionable autenticidad de un documento que había servido como fuente historiográfica como dato duro. El apellido correcto del autor del texto aparecido el 18 de junio de 1876 en el número 25 de la revista Magyarország és a Nagyvilág (Hungría y el mundo) es Szenger (no Szender). La reproducción “Szender Ede” en las traducciones puede confundir, ya que no aclara el orden usual en húngaro que antepone el apellido al nombre de pila. Más significativas, sin embargo, resultan otras omisiones. De nuevo ejemplifico con la narrativa que abarcan las ejecuciones y el último discurso de Maximiliano de Habsburgo. La traducción reproducida en red y en el libro conmemorativo de 2010 incluye la siguiente versión que inicia con la llegada de los tres sentenciados al Cerro de las Campanas:
El emperador Maximiliano con saco negro, pantalón y chaleco del mismo color con la cabeza en alto, saludó a la gente en su alrededor.
Yo estuve a un par de pasos del lugar de la ejecución y mis tres compañeros de viaje se colocaron en la parte lateral del cerro. Maximiliano dirigiéndose a los generales les dijo: 'Vámonos, señores '. Entraron al cuadro que formaban los soldados y el emperador se acercó a sus dos compañeros de prisión dándoles un abrazo así como a los dos sacerdotes, después se dirigió a los soldados escogidos para la ejecución y les entregó una moneda de oro de 20 y dirigiéndose a todos con voz firme dijo: 'Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. Deseo que mi sangre sea la última que se derrame en este desgraciado país. Muero inocente y perdono a todos '. Después de él habló Miramón con valentía y vehemencia dijo: 'Espero que la historia reconozca que no soy traidor de la patria y me quiten este baldón para que mis hijos no carguen con él '. Acto seguido, fueron llevados al paredón los tres prisioneros y Maximiliano pidió al general Miramón que ocupara el centro y Mejía la derecha y él a la izquierda. Luego separó su barba, descubrió el pecho. En ese momento el encargado de dirigir la ejecución bajó su espada y el emperador Maximiliano cayó al suelo al mismo tiempo que Miramón y Mejía, los tres gigantes del imperialismo mexicano. El emperador Maximiliano no murió inmediatamente y según dicen pronunció unas palabras ( 'hombre, hombre '). Con mis ayudantes, me acerqué al lugar donde yacía muerto el emperador, cubrí su cuerpo con la sábana y lo depositamos con la ayuda de los soldados en el féretro.13
Scholz traduce:
El emperador Maximiliano vestía saco, pantalón y chaleco negros; su cara reflejaba tranquilidad, mantenía la cabeza descubierta en alto, miró a la gente y correspondió a mi saludo. Me encontraba tan sólo a unos pasos de él. El barón Magnus y dos de mis compañeros de viaje habían subido más alto en el cerro.
Tras un reconocimiento momentáneo, el emperador Maximiliano se dirigió a los otros dos prisioneros y dijo:
-¡Vamos, señores!
Llegando al cuadro formado por los soldados el emperador abrazó a sus dos compañeros de armas y también a los dos sacerdotes, después se dirigió a los soldados asignados para el fusilamiento y les entregó a cada uno una onza de oro con valor de 20 táleros mexicanos. Acto seguido se colocó a unos pasos frente a los soldados y con voz alta y firme dijo:
-Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. Deseo que mi sangre sea la última que se derrame en este desgraciado país. Muero inocente y los perdono a todos.
Estas fueron sus últimas palabras, cualquier otra versión es insostenible. Después del emperador habló también Miramón, con valentía, incluso con fervor. ¡Y luego llegó el momento que pareció increíble para mi alma agitada hasta el último momento!
El emperador Maximiliano se colocó a la izquierda, junto a él, en el centro estaba Miramón, a la derecha Mejía. El emperador Maximiliano se acomodó en dos partes las barbas, se descubrió el pecho, entonces el comandante del pelotón bajó su espada y el emperador Maximiliano cayó de espaldas medio cubierto entre el humo de la pólvora. Se desplomaron al mismo tiempo los otros dos, Miramón y Mejía… 'Una descarga cerrada derribó a tres gigantes del imperio de México ' -dice Díaz Arias, escritor juarista. El emperador no murió inmediatamente y, según dicen, llegó a repetir la palabra 'hombre ', 'hombre '; por eso le dispararon tres tiros de gracia.
Las diferencias entre las dos versiones saltan a la vista. Resalto que Wallentin (¿Eduardo o Roberto?) cita textualmente las últimas palabras de Miramón a las que Szenger sólo remite de manera indirecta; no incluye un poema del archiduque que el médico húngaro había insertado a continuación del pasaje citado. Finalmente, omite la referencia “Díaz Arias”. Sin embargo, precisamente gracias a esta referencia se revela el origen de las descripciones de Basch, Salm y Szenger. Este “escritor juarista” sólo puede ser Juan de Dios Arias, quien aún en 1867 publicó su voluminosa Reseña histórica de la formación y operaciones del cuerpo de Ejército del Norte durante la Intervención Francesa en la Imprenta de Nabor Chávez. Arias discute en su compendio detalladamente los fundamentos legales y los argumentos de los defensores de Maximiliano en el proceso de Querétaro; aprueba en este contexto la aplicación de la controversial ley del 25 de enero de 1862. El autor incluye a su Reseña histórica, un documento de cientos de páginas: Causa de Fernando Maximiliano de Hapsburgo: que se ha titulado Emperador de México, y sus llamados generales Miguel Miramón y Tomás Mejía sus cómplices por delitos contra la independencia y seguridad de la nación, el orden y la paz pública, el derecho de gentes y las garantías individuales. Estas actas del proceso se publicaron de manera independiente en 1907 por ángel Pola, un periodista porfiriano que había introducido la entrevista como género periodístico en México.14 Pola afirma que las actas habían sido desaparecidas y reencontradas casualmente en 1878; su edición sería la primera que las ofrece a un público más amplio.15 Se trata de una afirmación insostenible, dado que el libro de Arias había sido difundido sin restricciones.
Cito la narración del final de Maximiliano (su discurso), Miramón y Mejía contenida en la Causa que Arias incluye en su Reseña histórica: 16
Serian las siete y cuarto cuando llegaron al cuadro de tropa, frente al cual Maximiliano salió el primero, y dirijiéndose á Miramon y á Mejía que sucesivamente habian dejado los coches, les dirijió la palabra diciéndoles muy cortesmente: 'vamos, señores? ' Los sentenciados se dirigieron con paso firme al lugar del suplicio; allí se dieron un mútuo abrazo de despedida. Maximiliano sacó de su bolsa unas monedas de oro de á 20 pesos, que distribuyó entre los soldados que iban á fusilarlo. Mejía tambien dió á los que debian disparar sobre él, una onza de oro para que se la repartiesen; y en este intervalo, Maximiliano levantó la voz y dijo: 'Voy á morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva pátria! ¡Viva México! '.17
El párrafo cierra con una expresión significativa que revela la dependencia de Szenger de Arias: “[...] y una descarga echó por tierra á los tres colosos del Imperio”.18 Szenger no se acuerda, sino cita, aunque los “colosos“ se conviertan en “gigantes“ en el texto del húngaro.
Basch, Salm y Szenger pudieron conocer esta versión, sobre todo el texto del discurso del Habsburgo, gracias a la Reseña histórica de Arias que el médico húngaro revela, de manera indirecta, como fuente de su propia descripción que coincide con la inserta en Causa. Sin embargo, también pudieron recurrir a la traducción alemana aparecida en 1868 en Hamburgo del Memorandum sobre el proceso del Archiduque Fernando Maximiliano de Austria que Mariano Riva Palacio y Rafael Martínez de la Torre habían publicado sólo meses antes en México.19 Los abogados de Maximiliano dan un resumen acertado de las escenas ocurridas y palabras habladas en el Cerro de las Campanas:
Antes de morir dió á cada uno de los soldados encargados de disparar sobre él, un Maximiliano de oro, moneda de á veinte pesos. Abrazó á sus compañeros de infortunio, y dijo con voz sonora: Voy á morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!
Estas son las palabras que alguna persona fidedigna nos dijo fueron las últimas del desgraciado Archiduque; pero en el público se le ha atribuido esta alocución de despedida: ¡Mexicanos! Las personas de mi clase y origen son nombrados por Dios, ó para la felicidad de los pueblos, ó para ser mártires. Llamado por parte de vosotros, vine para el bien del país: no vine por ambición; vine animado de los mejores deseos por el porvenir de mi patria adoptiva, por el de los valientes á quienes antes de morir agradezco sus sacrificios. ¡Mexicanos! Que mi sangre sea la última que se derrame, y que ella regenere este desgraciado país.20
No cabe duda de que Martínez de la Torre y Riva Palacio consultaron las actas del proceso que Arias, por las mismas fechas, empezaba a distribuir para formular esta descripción. Tampoco cabe duda de que los abogados están conscientes del dudoso valor de los testimonios de sus contemporáneos, de testigos de primera y segunda mano. Se establece una versión cuasi oficial cuya autoría se adscribe a una “persona fidedigna”, para inmediatamente agregarle una vox populi (que no puede tener fuente) que extiende, agrega, omite y embellece: inicia la popularización, la formación de leyendas en la que memorialistas, historiadores y novelistas participan con sus versiones, ninguna auténtica, ninguna falsa. Samuel Basch, Felix Salm-Salm y Ede Szenger forman parte de este proceso.
En este contexto, el testimonio de Szenger es valioso. El médico afirma que, en 1876, a poco tiempo de su regreso a Hungría, da a conocer el primer testimonio de un testigo ocular de las ejecuciones en Europa. Sin embargo, no hay manera de comprobar la autenticidad de este testimonio. Hay una serie de contradicciones que lo revelan como parcialmente ficticio. El papel de Szenger en el embalsamamiento del cadáver del Habsburgo es incierto: Samuel Basch, cuyo amigo Szenger pretende ser, no lo menciona como parte del equipo médico. Tampoco se encuentran referencias al encargo, que el húngaro afirma haber recibido, en los informes diplomáticos del encargado prusiano Barón Magnus.21 Finalmente, como pude comprobar, no da su versión personal de las últimas palabras de Maximiliano, sino que las cita de un documento oficial publicado en la Reseña histórica de Juan de Dios Arias. En otras palabras: el artículo de Ede Szenger no puede figurar como testimonio auténtico, sino, como tantos otros escritos autobiográficos, se basa sólo parcialmente en unos recuerdos que siempre requieren el respaldo ofrecido por documentos preexistentes cuya autenticidad suele ser igualmente cuestionable. Al mismo tiempo, el médico sigue escribiendo una interpretación de la historia que aporta a la paulatina martirización de Maximiliano, a la transferencia de la responsabilidad histórica hacia Napoleón III y a la negación del estatus de México como nación civilizada. De esta manera, no puede aspirar a constituir una narrativa auténtica, un reflejo fiel e imparcial de un hecho histórico. No proporciona un dato duro.
Gracias a la traducción de László Scholz es posible reducir esta y otras narraciones de las ejecuciones en el Cerro de las Campanas y del último discurso de Maximiliano de Habsburgo a un núcleo que se encuentra en la Causa de Fernando Maximiliano de Hapsburgo que Juan de Dios Arias publicó por primera vez en 1867. Tampoco esta versión puede aspirar a ser la verdad. Sin embargo, en ella se halla el origen de una larga cadena de mitificaciones y manipulaciones que caracterizan los procesos históricos e historiográficos.
Ede Szenger
La muerte del emperador Maximiliano.
Con motivo de su aniversario
Testimonio de un testigo presencial publicado
en el semanario húngaro
Magyarország és a Nagyvilág, el 18 de junio,
1876, Nr. 25, pp. 383-389.
Maximiliano debió morir en México;
y murió en su lugar.
José Zorrilla, El drama del alma
El aniversario del 19 de junio me evoca cada año la memoria de la nefasta catástrofe que me tocó en suerte presenciar durante mis andanzas como indignado testigo. Esta fecha siempre me devuelve las imágenes de aquel día porque
There are shades which will not vanish,
There are thoughts thou canst not banish.
(Lord Byron: Manfred)
He dicho que fui indignado testigo presencial de aquella catástrofe dado que estamos acostumbrados a resignarnos ante el transcurso natural de la vida humana, sea como fuere; mas cuando son individuos los que interrumpen violentamente el curso de la vida de su prójimo, cuando nuestras emociones más preciadas se encuentran impotentes ante la masa fanática que, consciente de su poder, aplaca sus ansias de venganza con sangre y deleite -entonces el dolor es dos veces mayor, y la herida que aqueja al corazón sigue atormentándonos de por vida.
Han pasado nueve años desde aquel día; conmemoré el día fúnebre ocho veces en aquel lejano país, ahora por la mañana del noveno aniversario resonaron doblando las campanas aquí en mi patria. Es que para mí el 19 de junio es un día de duelo; llevo luto por mi emperador ejecutado, quien en aquel momento estaba tan abandonado que fuera de mí no tenía a nadie que lo colocara en el ataúd.
Existe ya toda una literatura sobre el emperador Maximiliano, muchos (gente competente e incompetente, informada y desinformada) escribieron sobre él, pero su muerte no se ha descrito todavía -al menos aquí en Europa no- para el gran público, porque la presenciaron tan solo cuatro testigos europeos: un diplomático, dos comerciantes y el cuarto, su servidor, quien firma estas líneas, un médico; hasta hoy ninguno de ellos ha descrito aquel momento fatal.
Y ahora vamos al grano.
La insostenibilidad del imperio mexicano se hizo evidente desde el momento de la retirada de las tropas francesas y de la suspensión del apoyo financiero de Francia. Cuando en el mes de noviembre de 1866, después de las negociaciones de Orizaba, por influencia de las fuerzas conservadoras y clericales, el emperador Maximiliano tomó la decisión fatal de no volver a Europa y declaró en una proclamación dirigida a los mexicanos que él abdicaría (si acaso abdicara) su corona únicamente con dignidad; cuando asimismo declaró que no iba a abandonar al partido que lo había elegido emperador ni lo iba a dejar a merced de los republicanos -entonces muchos señores experimentados y perspicaces ensalzaron el talante noble del emperador, pero consideraban toda la empresa irremediable y ya perdida de antemano. Pasaron luego unas semanas y meses agitados hasta que finalmente el 15 de mayo, como consecuencia de la traición de Miguel López, se ocupó Querétaro y el emperador Maximiliano cayó prisionero.
Siguieron entonces unos días llenos de terror; todo el mundo se preguntaba acongojado qué pasaría con el monarca prisionero, ya que la persona del emperador gozaba de simpatía profunda sobre todo en las ciudades y había pocos aun entre sus enemigos que desearan su muerte. Todo dependía del gobierno republicano; mas los miembros de éste decidieron sacar máximo provecho de su triunfo, reducir para siempre al aniquilado partido conservador-clerical a una fuerza inofensiva e instalarse definitivamente en el poder. Con este propósito se emitió un decreto para que se aplicara a los prisioneros la ley draconiana del 25 de enero de 1862. Considerando que según esa ley todos los ciudadanos de México, incluidos el presidente Juárez y los extranjeros residentes en el país, son condenables a muerte, se dio de antemano por segura la sentencia del emperador Maximiliano, así que sólo se podía esperar que se impidiera la ejecución recurriendo al indulto.
En esa época yo vivía y ejercía como médico practicante en San Luis Potosí, justo donde tenía el gobierno republicano su sede provisional. Recuerdo vivamente la nerviosidad febril y la apatía general que caracterizaba a todas las capas sociales debido a la preocupación por los acontecimientos que se avecinaban; respecto a la suerte del emperador Maximiliano prevalecía una incómoda incertidumbre en el ambiente. Llegaron a la ciudad los abogados de la defensa del emperador Maximiliano, Palacio Riva Mariano y Rafael Martínez de la Torre, así como el barón Magnus, diplomático, encargado de negocios de Prusia, la princesa de Salm tan frecuentemente citada y las respectivas esposas de los generales Miramón y Mejía -todos se apresuraron a San Luis Potosí, porque si quedaba todavía alguna esperanza, la encontrarían solamente en manos de Benito Juárez y de su ministro, Sebastián Lerdo de Tejada. Los diplomáticos negociaban con el gobierno en forma escrita y oral, las mencionadas damas visitaron varias veces a los ministros del gobierno, las señoras de los más altos círculos de San Luis Potosí marchaban en largas filas a los edificios gubernamentales a pedir clemencia para los prisioneros -mas el presidente les contestaba a todos que la suerte de los prisioneros dependía totalmente del tribunal militar de Querétaro; sin embargo el general comandante de Querétaro, Escobedo Mariano, siempre les decía que el tribunal militar22 tomaría una decisión siguiendo la ley, y la sentencia a dictarse podría ser cambiada solamente por el presidente de la república. Los solicitantes daban vueltas en círculos viciosos así, y la suerte del emperador Maximiliano y sus generales dependía de esos extraños rechazos.
Entonces, el 16 de junio, bien entrada la tarde, me llegó una invitación del barón Magnus para ir a verlo de inmediato. Lo encontré junto a su escritorio, muy preocupado. Después de saludarme brevemente me dijo:
-Señor doctor, ha sucedido lo que tanto temíamos desde hace tiempo. El tribunal militar ha condenado a muerte al emperador, Escobedo firmó el veredicto, Juárez lo ha ratificado. Resultaron vanos todos nuestros esfuerzos. Juárez dice que no se le permite impedir el cumplimiento de la ley, no puede indultar al emperador; el sacrificio es necesario por el bien público, por la tranquilidad en el país y por haberse violado tan gravemente el principio democrático. El fusilamiento del emperador se fijó para hoy a las tres de la tarde, pero he conseguido que lo pospongan hasta el miércoles. Con esto ganamos algún tiempo; además, yo podré ver una vez más al emperador antes de su muerte y él podrá pasarme sus eventuales últimas instrucciones. Al mismo tiempo, si ya resulta imposible evitar este horrible final, al menos podremos tomar posesión del cadáver del desventurado emperador y transportarlo a Europa. Por esto último necesito su colaboración; usted tendrá que embalsamar el cadáver.
¿Está dispuesto a hacerlo?
Le aseguré acto seguido de mi plena disposición; entonces el barón añadió:
-Debido al prolongado sitio en Querétaro la ciudad está sin duda vaciada de todo, allí ya no se compra nada; la capital todavía sigue resistiendo al ejército republicano, así es menester que lleve Ud. de allí todo lo necesario para el embalsamiento. Pero dese prisa porque esta misma noche nos trasladaremos a Querétaro en una diligencia privada.
Era domingo, sin embargo, desperté a los boticarios de la capital y conseguí los fármacos necesarios que luego tuve que empaquetar con gran cuidado para que aguantasen el viaje que haríamos en una diligencia contra viento y marea por las carreteras mexicanas.
Después de prepararme para el viaje y darle las debidas instrucciones a uno de mis colegas médicos sobre los enfermos bajo mi cuidado, me presen té en la casa de Bahnsen H. L., cónsul de la Confederación de Alemania del Norte, donde se había hospedado también el barón Magnus. Allí volví a ver a la princesa de Salm quien, una vez expulsada de Querétaro, volvió a San Luis. Era medianoche cuando todos quedamos listos para salir, pero todos estábamos tan abatidos, tan callados, que un extraño nos habría podido tomar fácilmente por un grupo de mudos. Cada uno iba tomando su té o comía algo en pleno silencio, nos despedimos con pocas palabras y ocupamos nuestro lugar en la diligencia. éramos cuatro: el barón Magnus, Bahnsen, cónsul de la Confederación de Alemania del Norte, Károly Stefan y yo. Todos nosotros, los criados incluidos, estábamos fuertemente armados para poder enfrentar cualquier eventualidad por los caminos mexicanos.
Omito los detalles de nuestro viaje que duró 34 horas sin interrupción, entre otros motivos, por no habernos pasado nada que merezca ser anotado, con la sola excepción de cruzarnos, cerca de Dolores Hidalgo, con la esposa del general Miramón quien iba de Querétaro rumbo a San Luis para hacer una última tentativa de conseguir el indulto de su esposo de parte de Juárez. Nos habló entre sollozos del fracaso que tuvo al buscar el apoyo de Escobedo y como no podíamos animarla diciendo que encontraría mayor misericordia con Juárez, su desesperación aumentó aún más. (Dicho sea de paso, Miramón persuadió por decisión propia a su esposa a salir de viaje para que la pobre mujer no estuviera presente el día de la ejecución de la sentencia de muerte, y así, a él le resultaría menos difícil despedirse de la vida.) Fue un alivio ver terminada esa escena tan penosa y al volver a nuestros asientos en la diligencia, reanudamos el viaje. Por fin llegamos el 18 de junio, a las 10 de la mañana, a la ciudad de Querétaro, la mayor parte de la cual estaba totalmente arruinada por la guerra.
En la comida el barón Magnus me comunicó que el emperador prisionero deseaba verme por última vez. Tuve que conseguir el permiso del general Escobedo para poder entrar en la cárcel. La casa del general estaba llena de mujeres - unas damas de Querétaro vestidas solemnemente de negro asistiendo a una audiencia de Escobedo para pedirle una vez más - ¿quién sabe ya las veces que lo habían hecho anteriormente? - el indulto para el emperador Maximiliano y sus generales. La audiencia duró bastante tiempo; cuando por fin se abrieron las puertas, al ver que las mujeres iban saliendo con las caras tristes y abatidas, constaté que no habían recibido respuesta favorable, cosa que pude comprobar aún mejor cuando la esposa del general Mejía salió precipitadamente a la calle retorciéndose las manos, gritando de dolor y con la cabellera desgreñada.
Luego me tocó entrar. Después de hacerme esperar brevemente, apareció Escobedo y le expuse mi deseo. ¡Nunca olvidaré su comportamiento! Un general tan engreído, tan altivo, sólo podrá aparecer en un teatro. Me había encontrado muchas veces con Escobedo, pero en mi vida he visto una persona tan engreída como me pareció él en esa oportunidad; cosa que resultó aún más llamativa en México donde cualquiera habla incluso con un general en un tono totalmente democrático. Parece que la conciencia de haber firmado la sentencia de muerte de un emperador lo confundió un poco; creía que le tocaba ejercer un poder que es dado solo a muy pocos en la tierra - en esto tal vez acertó; pero igual debía de haber practicado autocontrol para no caer en el ridículo. A mí, dicho sea de paso, él no me importaba, me bastó que accediese a mi solicitud; llamó a uno de sus ayudantes mandándole que me condujeran donde el emperador Maximiliano.
El claustro de los capuchinos de antaño donde se encontraba el emperador Maximiliano como prisionero estaba lleno de soldados y guardas. En la galería del primer piso tropecé con el doctor Basch, antiguo amigo y colega a quien no había visto hacía ocho meses. Al poco rato salió de su cuarto el emperador Maximiliano acompañado por el barón Magnus.
Fui presentado al emperador, quien me formuló una serie de preguntas, luego me dijo:
- Quiero que nos considere Ud. como personas ya muertas; ya nos comunicaron la sentencia de muerte anteayer y debemos estar preparados hoy a las tres de la tarde para nuestra última caminata. Nosotros, Miramón y Mejía ya nos habíamos despedido de la vida, nos reunimos aquí, en la galería, cuando de un momento a otro nos informaron que la ejecución acababa de ser aplazada. Esto no nos gustó en absoluto porque como versa el proverbio español, al mal paso hay que darle prisa, y ya nos habría gustado acabar con todo.
Le contesté que había tal vez alguna esperanza; que la sentencia no iba a ser ejecutada porque el aplazamiento significaría una crueldad imperdonable; que en el último momento en el gobierno republicano sin duda se habría hecho valer la benevolencia frente al arrebato ciego. A lo que el emperador contestó:
-A nosotros ya no nos interesa la vida, lo único que deseo es que mi muerte sirva para el bien de la nación y que algún día llegue la paz.
Al final me dio la mano, me agradeció la visita en la prisión, luego me despidió al ver que entraba en la habitación el Lic. Vázquez, uno de los defensores de Maximiliano en el juicio, con un bulto de documentos en la mano. Mi pluma resulta muy débil para tratar de describir las emociones que se arremolinaban en mi alma.
En aquel entonces llevaba casi dos años sin ver al emperador; la última vez lo vi el 18 de agosto de 1865 en la recepción y almuerzo ofrecidos con motivo del cumpleaños de su majestad Francisco José. Ahora lo encontré algo más delgado, lo que no era de extrañar ya que se sentía enfermo constantemente, luego soportó las miserias del sitio de dos meses de Querétaro y llevaba más de un mes en la prisión. Vestía un simple traje civil. Su comportamiento era calmado, de porte majestuoso, resignado; el desventurado monarca daba la impresión de tener plena conciencia de su situación.
El resto del día lo dediqué a los preparativos para el embalsamamiento, desempaquetar y arreglar las sustancias y los instrumentos. La mayor dificultad fue que no contaba con la cantidad necesaria de clorhidrato de zinc; pero un boticario me prometió facilitar lo necesario hasta el mediodía del día siguiente.
Quería recuperarme de no haber dormido en cama dos noches seguidas; después del penoso viaje a Querétaro que duró treinta y seis horas, estaba atareado sin cesar y ¡en qué estado de ánimo! Estaba muerto de cansancio, pero justo cuando iba a acostarme de repente irrumpieron dos policías en mi cuarto y me llevaron a la comisaría de la ciudad. Ahí sin embargo no me pasó nada fuera del susto que tuve, porque cuando le dije al jefe de la policía que acababa de visitar a Escobedo, me soltó en el acto. La ciudad se guardaba bajo control muy fuerte, se temía que el emperador Maximiliano pudiera escapar, por eso mantenían a todos bajo vigilancia.
El 19 de junio, al apuntar el día ya me había levantado y fui rápidamente a ver al doctor Reyes - amigo médico de Miramón- para tomar posesión del féretro y el aparato necesario para el transporte del cadáver; luego le pedí una sábana y algunos pañuelos a la señora Rubio C. Al volver encontré al barón Magnus y otros dos compañeros de viaje listos para salir; nos metimos en la diligencia para trasladarnos al Cerro de las Campanas, donde se guardaba al emperador Maximiliano y donde le alcanzó la muerte prematura. Las calles estaban repletas de soldados, el público civil era muy escaso. Querétaro siempre tenía fama de ser una ciudad clerical y, a pesar de las miserias sufridas durante el largo sitio, la penosa escasez, las severas restricciones y los actos de violencia de los militares, la gente sentía cariño sincero por el emperador, lloraba su fin trágico y mostraba su compasión al prisionero no saliendo a las calles y evitando así que el curioseo justificara el último camino del monarca. Las iglesias sin embargo estaban todas llenas, y miles de personas rezaban de rodillas para que le tocara una muerte fácil y que fuese recibido por Dios todopoderoso en la gloria de la vida eterna. Y esto en México no es una de esas costumbres superficiales; yo había pasado allí muchos años estando en contacto continuo con familias mexicanas, así había muchas oportunida des de ver hasta dónde llegaban, sobre todo las mujeres, en sus oraciones.
En el Cerro de las Campanas, en la parte más cercana a la ciudad, se colocó un batallón de 3 000 soldados de fila en formación cuadrangular dejando un flanco abierto; a cierta distancia había también caballería. No esperamos mucho; desde la ciudad apareció pronto una compañía militar con tres carruajes al centro. Llegando al lado abierto del cuadro se apartó el séquito de los prisioneros y se detuvieron los carruajes. Del primero bajó el emperador Maximiliano acompañado por dos sacerdotes, del segundo Miramón y del tercero Mejía, cada uno con un sacerdote al lado. El emperador Maximiliano vestía saco, pantalón y chaleco negros; su cara reflejaba tranquilidad, mantenía la cabeza descubierta en alto, miró a la gente y correspondió a mi saludo. Me encontraba tan solo a unos pasos de él. El barón Magnus y dos de mis compañeros de viaje habían subido más alto en el cerro.
Tras un reconocimiento momentáneo, el emperador Maximiliano se dirigió a los otros dos prisioneros y dijo:
-¡Vamos, señores!
Llegando al cuadro formado por los soldados el emperador abrazó a sus dos compañeros de armas y también a los dos sacerdotes, después se dirigió a los soldados asignados para el fusilamiento y les entregó a cada uno una onza de oro con valor de 20 táleros mexicanos. Acto seguido se colocó a unos pasos frente a los soldados y con voz alta y firme dijo:
-Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. Deseo que mi sangre sea la última que se derrama en este desgraciado país. Muero inocente y los perdono a todos.
Estas fueran sus últimas palabras, cualquier otra versión es insostenible. Después del emperador habló también Miramón, con valentía, incluso con fervor. ¡Y luego llegó el momento que pareció increíble para mi alma agitada hasta el último momento!
El emperador Maximiliano se colocó a la izquierda, junto a él, en el centro estaba Miramón, a la derecha Mejía. El emperador Maximiliano se acomodó en dos partes las barbas, se descubrió el pecho, entonces el comandante del pelotón bajó su espada y el emperador Maximiliano cayó de espaldas medio cubierto entre el humo de la pólvora. Se desplomaron al mismo tiempo los otros dos, Miramón y Mejía… “Una descarga cerrada derribó a tres gigantes del imperio de México” -dice Díaz Arias, escritor juarista. El emperador no murió inmediatamente y, según dicen, llegó a repetir la palabra “hombre”, “hombre”; por eso le dispararon tres tiros de gracia. Se cumplió su deseo:
Ich möchte nicht im Thal verderben
Dem letzten Blick beengt von Zwang,
Auf einem Berge möcht ' ich sterben,
Bei golden Sonnenuntergang.
(Poema del emperador Maximiliano)23
Murió efectivamente en el flanco de una montaña fijándose con la última mirada en el sol y la ciudad de Querétaro que había defendido tan heroicamente.
“Se satisfizo el sentido general de justicia, se aseguró la paz de la nación” -escribe Baz G. en su biografía de Juárez.
Me acerqué sin tardar con mis ayudantes al lugar donde yacía boca arriba el desventurado emperador con seis balas en el cuerpo. Cubrí el cadáver para impedir el curioseo de los soldados y oficiales que se amontonaron, le aseguré la mandíbula y mientras depositábamos el cadáver en el féretro y lo cerrábamos, iba creciendo la multitud de soldados, oficiales, policías y gente fisgona; muchos sacaron sus pañoletas y las mojaron en la sangre que había en el suelo y en la sábana que cubría el cadáver; algunas mujeres mayores corrían de un lado al otro llorando y lamentándose hasta que por fin fueron alejadas a la fuerza amenazadas con las hojas de las espadas. De repente se me acercó el Gral. Díaz de León para preguntar si era yo algún pariente (¡!) de Maximiliano. Le expliqué qué encargo tenía allí, entonces me permitió seguir con mi trabajo; sin embargo, cuando mis ayudantes estaban a punto de trasladar el féretro, se me acercó el coronel Miguel Palacios con una escuadra de soldados, y declaró que por orden explícita de Escobedo él no podía entregar el cadáver de Maximiliano a nadie y lo ha ría llevar bajo custodia militar a la ciudad. Y en el acto procedió a hacerlo.
Para ese tiempo el barón Magnus había vuelto a la ciudad, así tuve que ir a pie hasta el alojamiento, el que estaba bastante lejos; le informé sobre lo acaecido, y decidimos ir a ver a Escobedo. Llegamos a su casa justo en el momento cuando el ejército volvía del Cerro de las Campanas y él estaba en la ventana pasando revista a las tropas. Seguía en la misma actitud de ayer: parecía Napoleón en Wagram. Una vez terminada la revista, el barón Magnus le informó de su intención y del objetivo de mi viaje, y Escobedo declaró que, siguiendo la orden del presidente de la república, había tomado medidas para realizar el debido embalsamiento encargándoselo a los doctores Rivadeneyra y Licea; pero que no tenía ningún inconveniente que me uniera a ellos para ejecutar el procedimiento quirúrgico juntos. -Me trasladé inmediatamente al convento de los Capuchinos de antaño donde yacía el cuerpo del emperador Maximiliano y ya estaban presentes los médicos militares antes mencionados, así como el doctor Basch, y ya habían iniciado los preparativos para el procedimiento quirúrgico.
El doctor Basch no se encontraba muy dispuesto para el trabajo por sufrir una disentería aguda, Rivadeneyra a su vez no tenía la debida autoconfianza, así es que entre el Dr. Licea y yo empezamos la tarea con la asistencia del doctor Rivera, médico ayudante de hospital. En el cadáver se encontraron las siguientes heridas: había dos balas que penetraron el corazón, una tercera en la región algo derecha del esternón; otras dos interesaron la zona hepática, y una sexta debajo del ombligo. En la espalda había cinco heridas, es decir cinco balas atravesaron todo el cuerpo y salieron; la sexta había de quedar adentro. Al abrir el tórax efectivamente encontramos la bala incrustada en la columna vertebral; me habría gustado extraerla y guardarla como reliquia; mas mis colegas mexicanos no me lo concedieron -a lo mejor querían quedársela ellos. Hacia mediodía habíamos terminado la preparación del cadáver y la conservación de las vísceras.
Mientras trabajábamos llegó un oficial con órdenes de Escobedo de entregarle toda la indumentaria que llevaba el emperador por la mañana. Ya teníamos sus ropas recogidas y atadas en la sábana que había llevado yo al lugar del fusilamiento.
Entonces exigí la devolución de mi sábana y las pañoletas que por las manchas de sangre que llevaban me habrían servido de gratos recuerdos; de nada sirvieron mis súplicas, al final el oficial se puso a insultarme, y uno de los soldados agarró el bulto de ropas; luego los dos salieron llevándose las prendas agujereadas del emperador fusilado. Muchos visitantes nos estorbaban el trabajo durante la mañana, venían soldados y civiles en gran número, por una parte, por curiosidad por otra, para recibir alguna pequeñez de las pertenencias del emperador Maximiliano. Ningún deseo podía cumplirse porque no nos quedaba nada para darles. El emperador Maximiliano ya había distribuido durante los últimos días todo lo que tenía como regalos, yo tampoco pude conseguir ni siquiera, por ejemplo, un pedacito de lápiz del emperador; él había hecho enviar los últimos objetos de su posesión a los diferentes miembros de la familia imperial. Quedaba solo la cama de hierro en la cual descansaba durante su cautiverio; pero Rivadeneyra declaró que se la había regalado el emperador y el doctor Basch se lo creyó de buena fe y le entregó la cama. Dicho sea de paso, más adelante se hizo un verdadero negocio con unos objetos que supuestamente habían sido de Maximiliano durante sus últimos días; recuerdo que los periódicos de México censuraron muy duro sobre todo el comportamiento del doctor Licea, quien de hecho vendía de estraperlo unos presuntos recuerdos. Me quedé tan solo con un mechón de pelo; pero después de volver a San Luis, a pedido de mis buenos amigos y conocidos, tuve que distribuir entre ellos la mayor parte del mechón, de manera que me quedó solo un trozo; pero este poco es un precioso y doloroso recuerdo para mí, recuerdo de los acontecimientos sangrientos que presencié al pie del Cerro de las Campanas.
Por la tarde nos entregaron la solución de clorhidrato de zinc, identificamos las venas mayores de las extremidades y procedimos con la inyección con el mayor cuidado. El procedimiento se hizo entre el doctor Basch y yo con la asistencia necesaria. Luego seguimos con las inyecciones parenquimáticas con lo cual acabamos la parte más difícil y sutil de la operación. Para entonces ya había caído la noche, era imposible seguir trabajando.
Al día siguiente, al presentarme a terminar el trabajo, Rivadeneyra me informó que tenía que abstenerme de seguir participando en el trabajo conjunto porque el gobierno exigía que el embal samiento lo hicieran mexicanos. Lerdo de Tejada envió instrucciones telegráficas a Escobedo según lo cual “si alguien pidiera permiso para embalsamar el cadáver del emperador o para hacer cualquier diligencia correspondiente, no se lo autorizara sino más bien él mismo lo encargara a otros; añadió a la vez que, si bien la presencia de extranjeros no estaba prohibida, el procedimiento quirúrgico había de ser ejecutado por mexicanos de su confianza y a coste del gobierno”.
Ese día el doctor Basch tuvo que guardar cama por motivo de su enfermedad, así me limité tan solo a supervisar si todo se realizaba de manera correcta y precisa. Más tarde el doctor Basch retomó la supervisión y volví a San Luis Potosí.
Han pasado nueve años desde ese acontecimiento trágico, lo cual será tiempo suficiente para poder analizarlo y juzgarlo desde una perspectiva histórica, como un episodio de la historia. No me refiero a lo que se opina en Europa del imperio y del fracaso de Maximiliano, porque aquí tal vez no lo juzguen del todo correctamente, además dado el desconocimiento de las condiciones, el juicio de los europeos ni siquiera es competente. Para que reconozcamos la importancia política del fin trágico del emperador Maximiliano y también la relevancia de su lucha por crear un Estado consolidado, tenemos que asumir un punto de vista mexicano; solo de esta manera se puede juzgar si la muerte de Maximiliano fuera justa y necesaria y si con este asesinato político se cumplió el objetivo deseado o no. No nos proponemos investigar las 13 acusaciones ni tenemos espacio ahora para hacerlo; pero considerando que todos los cargos eran de carácter político, conviene tildarlo de asesinato político. Si el asesinato político es en sí justificable, ya queda aclarado desde hace tiempo en Europa y aun en los Estados Unidos de Norteamérica; en Estados donde no se ha llegado todavía a este nivel, resulta inútil entrar en discusiones sobre ello porque allí la violencia ya se hizo realidad antes de que el derecho hubiera tenido alguna voz. Ni los mexicanos creían que la muerte de Maximiliano fuera necesaria para garantizar el futuro del país; sabían muy bien que, si el emperador hubiera regresado a Europa, no se habría inmiscuido nunca más en los asuntos de su imperio de antaño. Es igualmente poco fundado el argumento según el cual no se podía dejar a Maximiliano en libertad porque entonces habrían tenido que soltar también a Miramón y Mejía -y a estos dos últimos querían hacerlos perder de todas maneras porque temían su talento y ambición. Los actos y principios de Miramón y Mejía sin embargo eran esencialmente distintos a los de Maximiliano, y habría sido bien fácil, si se quería, revelar la insostenibilidad de esta correlación artificial. Y por último queda la interrogante de si los mexicanos, para asegurar la tranquilidad en su país, llegaron a alcanzar su meta con el asesinato de Maximiliano o no. Los disturbios de los nueve años pasados nos dan la respuesta. Hubo tal vez menos revoluciones en México que antes, pero los motivos son variados. El país se arruinó como consecuencia de las constantes escaramuzas, se cansó de las revoluciones, se convenció que de esta manera no se podía llegar a ningún resultado; y lo más importante: prácticamente se deshizo el partido conservador-clerical, mientras el partido liberal tiene ahora un poder ilimitado en todo el país. No es una sorpresa que a pesar de todo esto las recientes enemistades volvieron a producir una guerra civil de escala mayor, porque donde la gente está acostumbrada a los cambios frecuentes de gobierno, donde reina el principio de “ôte-toi de là, que je m 'y mette”,24 es fácil encontrar motivos para enarbolar la bandera de la rebelión. Es por eso que la mayoría no aceptó el imperio y que cada uno de los mexicanos aspira a la silla presidencial.
Entonces, los jefes de Estado de México ¿habrán cometido un error político al montar la escena sangrienta de Querétaro? -¡No! Los cargos contra Maximiliano eran por una parte forzados, por otra, exagerados, lo acusaron de una serie de cosas que parecían horribles por escrito, pero en realidad no lo eran, además sus medidas que suscitaron tanta ira en los liberales ya habían sido consentidas en México antes de la llegada de Maximiliano y nadie metió tanto ruido. -Maximiliano no por esto tuvo que ser víctima; había otros motivos en este caso; motivos que por astucia no admitieron oficialmente. Los mexicanos, ante todo, que rían mostrar su valentía de no tenerle miedo ya a Europa; “la magnanimidad discreta se habría tomado por cobardía” -dice Baz G. en su biografía de Juárez. Luego el gobierno imperial tenía un defecto mayor, un lado muy vulnerable, a saber, el hecho de que Maximiliano había sido invitado al país por una mayoría que poco después fue otra vez derrotada, y que llegó al país con el apoyo de un Estado extranjero, además tampoco el propio Maximiliano era natural del país. En la persona de Maximiliano se intentó castigar especialmente la intervención armada de una nación extranjera, y dado que Maximiliano llegó a tomar su título de emperador con plena responsabilidad, tuvo que expiar por las ambiciones de Francia pagando con su vida por el fracaso de empresa tan arriesgada. Y cuando el cadáver de Maximiliano se transportó a Europa, la advertencia brutal iba destinada a toda Europa: querían comunicar que las potencias europeas no tenían nada que hacer en América; y el hecho de que México, país de apenas nueve millones de habitantes, se había atrevido a hablar con tanta altivez, se explica por una circunstancia más, la de poder contar con la plena aprobación de los Estados Unidos de América del Norte. Al gobierno de Washington le venía muy bien el tremendo drama de Querétaro porque esa gran república, basándose en la doctrina Monroe, se reserva el derecho exclusivo de intervenir en los asuntos de la América Central y de tomar medidas allí a su antojo cuando sus intereses lo requieran. Los mexicanos lo saben muy bien y se humillan bastante ante los yankees. Esto tal vez hiera el orgullo de Europa, pero en México, igual que en el Norte, se considera terminada para siempre la influencia europea sobre los asuntos de América. Con todo ello es al menos dudoso que Europa se pudiera convencer de esto solamente por medio de medidas tan draconianas y que para este fin fuera necesaria la muerte de Maximiliano.
Ahora siempre oigo que hablan del “pobre emperador Maximiliano” y todos se compadecen de su muerte trágica; creo que no está bien así porque el que se compadece de su muerte trágica, hiere su memoria. Maximiliano era desventurado, uno puede llorarlo, pero sin compadecerlo porque su epopeya llegó a un fin digno solo con la muerte.
Observemos a los protagonistas del gran drama: la emperatriz Carlota, Napoleón iii, el comandante en jefe Bazaine -sus actos y destinos son conocidos, el mundo ya los juzgó y el juicio no es, digamos, muy favorable para los dos últimos. Juárez, quien no entró en el horizonte de los europeos y quedó desconocido, desde la óptica de los mexicanos era un caballero muy hábil y benemérito, quien después de efectuar la ejecución del emperador Maximiliano, hasta su muerte en 1872, dirigió el gobierno con mano de hierro aplastando todo lo que encontraba en el camino; era un hombre despiadado y sanguinario (basta con mencionar las masacres de San Jacinto y Tampico), para él los fines siempre justificaban los medios. Siempre hablaba en nombre de la patria y de la obligación patriótica, y aunque no hubiera aprovechado todos los medios a su alcance para ser reelegido, no se podía dudar de su patriotismo; sin embargo, compartía el dicho de “l 'état s 'est moi” y esto y su gran riqueza tiñen con colores muy sospechosos las virtudes republicanas que tenía; así es de verdad imposible colocar a Juárez al nivel de Washington como se hizo en algunos lugares.
¿Y Maximiliano? Me viene a la mente una conversación que tuve algún día con uno de mis pacientes, Aguirre F., general republicano. Aguirre me enseñó algunos objetos que pertenecían al emperador Maximiliano y llevaban su monograma; entretanto expresó su compasión por el triste destino que tuvo Maximiliano y elogió sus nobles cualidades, y a la vez transfirió la responsabilidad a las pasiones políticas tan feroces y tempestuosas. Pero yo le contesté:
-De mi parte no encuentro que el destino del emperador Maximiliano sea digno de compasión porque no se puede estimar la vida y el destino de un monarca según la medida de los hombres comunes. Porque supongamos que a Maximiliano no le hubiera tocado una temprana muerte en México y volviendo a Europa hubiera vivido largos años, acompañado por su desventurada esposa, como emperador destronado con la misión naufragada de crear un imperio nuevo. Naturalmente habría podido vivir por mucho tiempo, pero ¿cree Usted que hubiera tenido una vida de gran satisfacción en el castillo de Miramare enterrado con sus planes arruinados y viviendo entre los desgarrones de la grandeza soñada y la gloria histórica? Pero así se hundió la causa por la que había luchado y con la cual pereció. Después de la retirada de los franceses se puso realmente la corona en la cabeza, y la prueba de que él profesaba con toda sinceridad el principio de “gare á qui y touche”25 se ve en que la corona pudo quitársela solo junto con la cabeza. Pero era justamente la muerte que lo convirtió en una figura heroica rodeada por la aureola del martirio, y al sucesor de una dinastía imperial esto le parecía más precioso que la vida tranquila en Miramare.
Mas que tu honor queda entero:
pues quiso hacerse primero
coronado allí matar,
que entrar como aventurero
sin corona en Miramar.
(J. Zorilla: El drama del alma)
¿Y qué dice México hoy? Hace justicia a la memoria de Maximiliano. Dado que un gobierno del partido de Juárez sigue en el poder, la prensa gubernamental guarda silencio de Querétaro si es posible. Pero la prensa independiente (no solo la clerical), así como los boletines temporales y los trabajos historiográficos (véase p. ej. el quinto volumen de la Historia de México de M. Rivera) no dicen que Maximiliano fuera injusto, que no ansiara el bienestar del país; reconocen sus valiosas dotes, su valentía, no le acusan de crueldad, creen que aspiraba a la independencia de México, etc.; tienen tan solo una acusación contra él, la de llegar al país por medio del apoyo de los franceses. Lo mismo piensa el pueblo. Por esto todos los años el 19 de junio unas masas fervorosas acuden con frecuencia a las iglesias porque saben que la misa rezada que se celebra ese día es por Maximiliano, por el emperador ejecutado.
El lugar donde murió se marca con una cruz sencilla y, si ésta se deteriora, siempre hay quien la reponga y mantenga vivo el recuerdo que va unido al punto histórico del Cerro de las Campanas.
In magnis et voluisse sat est.26
Causa de Fernando Maximiliano de Hapsburgo: que se ha titulado Emperador de México, y sus llamados generales Miguel Miramón y Tomás Mejía sus cómplices por delitos contra la independencia y seguridad de la nación, el orden y la paz pública, el derecho de gentes y las garantías individuales, México: A. Pola, editor, 1907.
Guillén Sánchez, Antonio, “El Cerro de las Campanas. Drama original en dos partes, escrito en prosa y dividido en seis cuadros”, en: Vicente Quirarte (ed.), Dramaturgia de las guerras civiles e intervenciones (1810-1867). Teatro mexicano: historia y dramaturgia, vol. XV, México: Conaculta, 1994, pp. 141-170.
[1] Tampoco José Luis Blasio, el joven secretario particular de Maximiliano, presenció las ejecuciones. En su Maximiliano íntimo, las memorias escritas a una distancia de treinta y ocho años de los acontecimientos, Blasio sólo menciona a los criados Grill y Tüdös como testigos oculares. Su corta narración de las ejecuciones es de segunda mano y poco confiable. Entre otros detalles, en ella Maximiliano ocupa el lugar entre Miramón y Mejía. Véase: Blasio, Maximiliano, 2016, pp. 261-262. Por otro lado, Albert Hans, una fuente principal para reconstruir los acontecimientos de Querétaro, se encontraba preso. Reconstruye el camino al Cerro de las Campanas y los fusilamientos con muchos detalles, aunque igualmente de segunda o tercera mano. Su versión de las últimas palabras del Habsburgo difiere poco de la contenida en Basch y Salm. Véase: Hans, Querétaro, 1869, pp. 216-224.
[2] Ambos salieron libres y pudieron regresar a sus patrias. Salm-Salm perdió su vida en 1870 como combatiente en la guerra franco-prusiana. Basch murió en Viena en 1905.
[3] Basch publica sus Erinnerungen aus Mexico. Geschichte der letzten zehn Monate des Kaiserreichs en 1868 en Leipzig; Queretaro. Blätter aus meinem Tagebuch in Mexico, del príncipe Salm-Salm, aparece simultáneamente en Stuttgart. Hay traducción inglesa del mismo año que es la base para la traducción española editada en 1869 por la Tipografía de Tomás F. Neve en México.
[4] Basch, Erinnerungen, 1868, vol. 2, p. 220. El inicio del párrafo se traduce así: “Como comunicó el Dr. Reyes, después de haber repartido un puñado de monedas de oro entre los soldados y haberles pedido que disparen bien, el emperador dijo con voz clara las siguientes palabras”. No se indica si Basch traduce al alemán o, al contrario, del alemán al español.
[5] Salm-Salm, Queretaro, 1868, vol. 1, p. 282.
[6] Salm-Salm, Queretaro, 1868, vol. 1, p. 283.
[7] Salm-Salm, Queretaro, 1868, vol. 1, p. 283. Intento una traducción que respeta las estructuras del alemán. Estoy consciente de que el español suena deficiente. Sin embargo, la inserto para que pueda ser comparada con las versiones incluidas en esta introducción: “¡Mexicanos! Las personas de mi rango y de mi origen son predestinadas por Dios a ser los benefactores de los pueblos o a ser mártires. Llamado por una parte de ustedes, llegué para beneficiar al país, no por ambición. Llegué animado por los mejores deseos para el futuro de mi patria adoptiva y para el de esos valientes a los que les agradezco, antes de morir, los sacrificios hechos por mí. ¡Mexicanos! Que mi sangre sea la última vertida por el bien de la patria; y si aún es necesario que sus hijos viertan la suya, que sea por el bien de ella y no por traición. ¡Que viva la independencia! ¡Que viva México!”.
[8] No son las primeras memorias publicadas en el contexto del Segundo Imperio. Ambos autores pueden basarse, a manera de respaldo documental de sus recuerdos, en Paula von Kollonitz. La primera edición de Eine Reise nach Mexiko im Jahre 1864 (Un viaje a México en el año 1864) de la condesa austriaca se publicó en 1866 en Viena: Kollonitz, Eine Reise, 1867. En mi libro La Intervención Francesa y el Segundo Imperio Mexicano (publicado en alemán en 2023) intento reconstruir la historia de la literatura autobiográfica sobre el imperio en México y Austria: Kurz, Die französische, 2023.
[9] Guillén, Cerro, 1994, pp. 169-170. Cito a continuación las versiones inglesa y española que son la base textual del pasaje en la obra de Guillén Sánchez: “This [el pañuelo] and his hat he gave to Tudos, with the order to take them to his mother, the Archduchess Sophia. Then he spoke with a clear and firm voice the following words: / 'Mexicans! Persons of my rank and origin are destined by God either to be benefactors of the people or martyrs. Called by a great part of you, I came for the good of the country. Ambition did not bring me here; I came animated with the best wishes for the future of my adopted country, and for that of my soldiers, whom I thank, before my death, for the sacrifices they made for me. Mexicans! May my blood be the last which shall be split for the welfare of the country; and if it should be necessary that its sons should still shed theirs, may it flow for its good, but never by treason. Viva independence! Viva Mexico! '” (Salm-Salm, Diary, 1868, pp. 307-308). La traducción española basada en la versión inglesa es directa. Aparte de la sustitución de Tüdös por Basch, Guillén Sánchez sólo modifica algunas pocas expresiones de ella: “Este y el sombrero se los dió á Tudos, con la órden de que se los llevase á su madre, la archiduquesa Sofía. Despues, con voz sonora y firme habló las palabras siguientes: / '¡Mexicanos! Las personas de mi clase y origen son nombradas por Dios, ó para la felicidad de los pueblos ó para ser mártires. Llamado por parte de vosotros, vine para bien del país: no vine por ambicion; vine animado de los mejores deseos por el porvenir de mi patria adoptiva, por el de los valientes á quienes antes de morir agradezco sus sacrificios. / ¡Mexicanos! Que mi sangre sea la última que se derrame, y que ella regenere este desgraciado país; y si fuere necesario que sus hijos todavía viertan la suya, que corra para su bien, pero que nunca sea por la traición. Viva la independencia! Viva México! '” (Salm-Salm, Memorias, 1869, vol. 2, p. 264).
[10] La primera edición de La traición de Querétaro. ¿Maximiliano o López?, de Alfonso Junco, apareció en 1930. Roberto Aceves ávila retoma sus argumentos en “Sobre el Manifiesto justificativo de los castigos nacionales en Querétaro, atribuido a Benito Juárez“ (2014) y fija el carácter apócrifo del Manifiesto.
[11] Disponible en: http://www.cmmayo.com/maximilian-la-muerte-del-emperador.html. En 2009, Mayo publicó The Last Prince of the Mexican Empire, una novela que intenta relatar la historia del pequeño príncipe Iturbide adoptado por Maximliano y Carlota. Su interés por el Segundo Imperio se manifiesta igualmente en sus publicaciones electrónicas.
[12] Tejeda, “Fusilamiento”, 2010, p. 13. Llamo la atención sobre el intento de legitimar científicamente un documento a través de una referencia a su reproducción en el extranjero.
[13] Juárez, Manifiesto, 2010, p. 93.
[14] Véase: Clark, “Entrevista”, 1999, pp. 315-332.
[15] Causa, 1907, p. VII-XV.
[16] Un cotejo superficial entre el texto incluido en la Reseña y el editado y comentado por ángel Pola permite constatar que el periodista reproduce fielmente el original.
[17] Arias, Reseña, 1867, p. 703.
[18] Arias, Reseña, 1867, p. 704.
[19] Conrad G. Paschen figura como traductor en la Denkschrift über den Prozess des Erzherzogs Ferdinand Maximilian von Oesterreich publicado por Otto Meissner. Se trata de una traducción que no intenta ni manipular ni guiar la lectura.
[20] Riva Palacio y Martínez de la Torre, Memorandum, 1867, pp. 88-89.
[21] Konrad Ratz publicó una versión española de los informes traducidos por su hijo Wolfgang: Ratz, Ocaso, 2011.
[22] Los miembros del tribunal militar eran: dos mayores coroneles, cuatro capitanes y dos soldados (como escribanos). El presidente era el teniente coronel Sánchez Platón, quien fue matado posteriormente en una campaña por sus propios soldados rebeldes en 1868. Los mexicanos simpatizantes del emperador —los llamados “mochos”— consideraron el percance como castigo de Dios. Nota de Szenger.
[23] “No quiero corromperme en el valle / oprimida la última mirada por lo estrecho, / quiero morir en una montaña, con un atardecer dorado”. Los poemas de Maximiliano se encuentran en el último de los siete volúmenes de sus recuerdos de viaje Aus meinem Leben (De mi vida). Traducción y nota de Andreas Kurz.