La Histroria de Magdelaine Bavent es un libro desgarrador por donde se le vea. El texto nos cuenta la última fase de la vida de esta mujer, primero como monja en el convento de San Luis de Louviers, Francia, y luego como prisionera en las cárceles episcopales del mismo lugar, acusada de practicar la brujería y de pactar con el demonio.
Después de aparecer en París en 1652, sólo unos pocos años después de los hechos que relata, donde fue publicado originalmente por el R[everendo] P[adre] Charles Desmarets, y la reimpresión textual de la obra hecha en Ruan en 1878 por J. Lemmonyer, la Historia de Magdelaine Bavent ha sido dada a la imprenta en varias ocasiones. Significativamente, las últimas dos ediciones antes de la que ahora nos ocupa ocurrieron ya en la segunda década del presente siglo, lo que nos deja ver el interés actual por la relación entre la historia de las mujeres y las creencias populares del cristianismo en Occidente. Una de ellas apareció en 2015, como parte de los textos contenidos en el libro Confession d'une sorciére. L'affaire de Louviers (1642-1647), presentada y anotada por Stéphane Vautier en La Louve Editions, mientras que la otra es la edición italiana de estas memorias hecha por Anna Lia Franchetti y de nominada La strega. Una storia vera, de Edizioni Clichy en 2019.
Dicho interés por la participación de las mujeres en las prácticas mágicas dentro del cristianismo es un asunto que podemos rastrear claramente a partir de la tradición francesa de Annales y su historia de las mentalidades desde mediados del siglo XX, luego con la historia del imaginario y finalmente en la historia cultural hasta principios del siglo XXI, interesadas en las creencias de las personas y la manera en la que éstas determinaban su percepción del mundo. No obstante, esta edición comparte también algunos atisbos más contemporáneos de la historia de las mujeres y de la historia con perspectiva de género, toda vez que muestra a la protagonista como una víctima (Ortiz, p. 13) asediada por los hombres, violentada y denigrada por la justicia eclesiástica, y por su intento de darle voz a la afectada (Ortiz, p. 15) sin la información complementaria que podría hacernos dudar de sus palabras.
Ahora bien, por más valioso que esto pudiera parecer como principio, siempre sería mejor conocer lo más ampliamente posible tanto al personaje como el contexto de su declaración, confrontándola con otras fuentes. En este sentido, la edición de Alberto Ortiz nos entrega el escrito de Magdelaine sin la transcripción del interrogatorio al que se le so metió y sin la orden de arresto contra los involucrados en el proceso, así como sin las notas marginales del editor original, “porque mediante ellas dirigía y prejuiciaba al lector” (Ortiz, p. 14). Para Ortiz, tales notas estaban justificadas en el documento de 1652 por la moral y la tendencia doctrinal y censora de la época, pero “ya no funcionan para los lectores actuales” (Ortiz, p. 14). Sin embargo, desde la perspectiva de un historiador, con ello corremos el riesgo de verlo desde los prejuicios e ideologías del presente en lugar de entenderlo desde la óptica de su tiempo, que es lo que le da sentido a los acontecimientos de los que nos habla. Felizmente, como nos informa el mismo Ortiz, ambas ediciones con sus contenidos originales pueden ser consultadas en línea a través de la página de www.gallica.fr (Ortiz, p. 13), para quien esté interesado en profundizar más en el caso.1
A pesar de algunos detalles, como confundir al confesor de Magdelaine con el penitenciario de Ruán (p. 21), siendo que en el texto francés se indica que el confesor era un sacerdote oratoriano que el penitenciario le facilitó a la prisionera, o erratas como enmascarada por embarazada (p. 65), etcétera, el texto es pulcro y esmerado. No obstante, para su lectura también hay que tomar en cuenta lo que nos dice Ortiz cuando aclara: “La presente traducción es en realidad una versión libre de las ideas y hechos principales narrados en el texto original” (Ortiz, p. 13), diseñada con el objetivo de difundir el caso entre el público en general y no una obra dirigida a investigadores especializados. En este sentido, se agradece que la lectura de los textos haya sido modernizada conservando hasta donde fuera posible la manera de expresarse de la época, lo cual le confiere un aire de época muy atractivo y convin cente sin perder en claridad ni precisión.
Esta versión del escrito de Magdelaine, dividida en un prefacio y dieciocho capítulos, como el original, es una “confesión pública, general y testamentaria” hecha en 1647 a petición de su confesor, el sacerdote oratoriano que la auxiliaba espiritualmente en su prisión en Ruán, en donde ella esboza primero sus motivos para escribir y luego aborda su biografía, enfocándose sobre todo en su vida como religiosa en el convento francés de San Luis de Louviers. Como ella misma declara, debido a que era muy lenta para escribir y tenía gran dificultad para hacerlo con corrección, aprovechó los productos del interrogatorio hecho por su confesor para darle forma a un texto que después fue corregido y acicalado por dicho sacerdote a petición suya para no ofender a los “ojos escrutadores” y las “buenas conciencias” de quienes llegaran a leerlo (pp. 21-22). A pesar de su disfraz de “última y testamentaria confesión”, a lo largo del escrito hay constantes menciones al deseo de que éste llegara a manos de los miembros de la Corte (pp. 21-22 y 91), por lo que no puede descartarse en su redacción la esperanza de que sirviera para que se revisara su caso ni, por consiguiente, es posible aceptar que se trata de una declaración resignada que buscara comunicar exclusivamente la verdad y con la que la declarante intentara ponerse en paz con su conciencia. De hecho, contrario a lo que uno esperaría de un texto como el que pretende ser, en él encontramos muchos y amargos reproches en contra de sus enemigos y un rencor que (comprensiblemente) no puede disimular, lo cual tal vez nos hable del carácter real del personaje, al que, según sus confesores, ni siquiera cuando pedía perdón resultaba humilde (p. 92).
Pese a su relativo desorden, producto de su método de composición y sus frecuentes digresiones, que pueden llegar a producir en el lector una cierta sensación de caos y angustia, la confesión de Magdelaine nos explicita varios hechos relativamente claros y nos sugiere algunos indicios sobre lo que ocurría en su convento, un espacio en donde los celos, las envidias y las intrigas estaban a la orden del día.
En sus dos primeros capítulos, la prisione ra nos cuenta cómo, habiendo nacido en Ruán, probablemente en 1607, desde los nueve años había quedado huérfana y fue recogida y criada por un tío; a los doce o trece empezó a trabajar como aprendiz de costurera en la casa de la señora Anne Lingere (p. 23), en donde se elaboraba vestimenta para uso de religiosos (Ortiz, p. 9); y luego, atraída por la vida religiosa, entró a los 16 años como novi cia al convento femenino de San Luis de Louviers, de la Orden de San Francisco (p. 27). No obstante, las edades mencionadas en esta parte de su relato no se ajustan a los datos comprobables que conocemos de su vida, pues su certificado de bautismo, encontrado en la parroquia de Saint-Pierre l'Honoré, data del 17 de noviembre de 1602.2 En esa época no era raro que las personas se equivocaran de buena fe sobre sus edades, las cuales solían más bien calcular que documentar. Por lo mismo, posi blemente habría que retrasar en alrededor de cinco años el resto de los acontecimientos que enumera: habría entrado a trabajar como costurera alrededor de los 17 años y como novicia hacia los 21 (quizás en 1623).3 De acuerdo con esto, en el momento en el que escribe su relato, Magdelaine contaría no con 40 años, como ella creía o al menos declaraba, sino con 45 años.
En el momento de su ingreso, el convento era dirigido espiritualmente por el padre Pierre David, un anciano seducido por la herejía adamita, caracterizada por pretender que después de la purificación espiritual producida por la ascesis, el devoto alcanzaba la inocencia de Adán y Eva antes de su caída y debía manifestarlo externamente por medio del nudismo.4 Sería este sacerdote quien al inicio de su estancia trató de inducir a Magdelaine a los excesos de índole sexual que ya había establecido entre otras monjas como parte de sus creencias iluministas, según las cuales la perfección del alma no puede ensuciarse por las acciones del cuerpo. Por desgracia para ella, tras la muerte de David, el siguiente director espiritual del convento, Mathurin Picard, más joven que su predecesor, resultó ser un sacerdote solicitante que continuó con el mismo tipo de prácticas místicas y rápidamente comenzó a asediarla con lisonjas y caricias furtivas.
A partir de ese momento, el texto se divide básicamente en dos partes: en la primera (capítulos III-XII), Magdelaine detalla cómo fue seducida por Picard a base de encerronas y trucos “usando la fuerza más que el afecto” (p. 32), así como la manera en la que este personaje la fue induciendo contra su voluntad en las actividades de los sabbats, en donde -siempre según ella misma- adoraban al demonio, comían niños, elaboraban hechizos y realizaban todo tipo de sacrilegios y maldades; mientras que en la segunda parte (capítulos XIII-XVIII) se esmera en detallar las penalidades que sufrió tras la muerte de Picard, cuando fue acusada del endemoniamiento colectivo que acababa de estallar en el convento y que tuvo similitudes notables con los escandalosos casos de las monjas de Aix-en-Provence en 1611 y el reciente endemoniamiento de Loudun de 1634.
Todo parece indicar que mientras Picard vivía, de buena o mala gana, Magdelaine había aceptado convertirse en su protegida y amante predilecta, pero con la muerte de su poderoso protector en septiembre de 1642, cada vez le resultó más evidente que las monjas habían decidido deshacerse de ella, porque temían que declarara a su confidente y amigo Langlois, un sacerdote confesor de los enfermos del hospital (p. 37), las prácticas heréticas e inmorales que se realizaban en el convento (pp. 27-28 y 63). ése era el momento de hacerla a un lado, y para ello estas mujeres se valieron de la maestra de novicias, Elizabeth de la Nativite (o Anne Barré, por su nombre secular), una mujer que había llegado al convento “con el señalamiento ya de bruja o ya de maga” y a quien no parece haber costado mucho convencer sobre los malos espíritus que dominaban desde su infancia a Magdelaine (p. 25), con el objetivo de que la denunciara. Los argumentos manejados al respecto eran simples, pues según sus detractoras, mientras trabajaba como costurera, la entonces adolescente Magdelaine había conocido a un fraile cordelero5 llamado Bontemps, quien la habría desflorado y comunicado sus primeros conocimientos de hechicería, cosa que ella niega más de una vez a lo largo del relato, tildándolo de “discurso fabuloso” de sus acusadores (pp. 24 y 27).
Fue así como, con el recuerdo de Loudun todavía fresco en la cabeza (p. 65), en el curso de una supuesta posesión diabólica, el 3 de marzo de 1643, la Barré acusó en público a Magdelaine, diciendo que era ella quien ponía diablos en el convento, que era la causa de todo lo malo que estaba ocurriendo y que era necesario deshacerse de ella para que todo volviera a la tranquilidad (p. 65). Despojada de su hábito sin examen ni prueba alguna (p. 65), Magdelaine fue interrogada, torturada y sentenciada a pasar el resto de sus días en prisión.
Como sabemos, no por eso terminaron las supuestas actividades preternaturales en el convento, sino que, posteriormente, muchas de las novicias “se agitaron de diferente manera” y fingieron posesiones (p. 68) en donde continuaron deponiendo contra Magdelaine una serie de dichos que ella, asustada, confundida y no pocas veces fastidiada por las inútiles y monótonas repeticiones de preguntas y ceremonias, reconoció como verdaderas (pp. 24, 78 y 83). No obstante, para defenderse de todo lo anterior, y tal vez consciente de su ya inevitable perdición, la misma Magdelaine comenzó también a inventar toda una tramoya de apariciones demoniacas, hechicerías y supuestas reuniones de brujos basada en las tradiciones populares de la época y los relatos escritos y de amplia circulación sobre el reciente endemoniamiento de Loudun. Con estas quimeras, la joven parece haber intentado, por un lado, disimular la vergüenza y la culpa de su debilidad carnal con Picard, achacándola en parte a los hechizos de su seductor (p. 31) y, por el otro, manejarlas como un arma presentando a sus enemigas como compañeras de sabbat en un lamentable y poco creíble intento por involucrarlas en su propia acusación sin tener que demostrar nada (p. 64). Igualmente, consciente de cuáles eran los delitos más perseguidos en ese momento, aunque reconocía haber asistido a los sabbats, siempre sostuvo que lo había hecho más bien secuestrada por Picard y su vicario Thomas Boullé, y siempre negó su conocimiento de los hechizos que, según ella, se realizaban durante las reuniones de brujos. Con ello, además, reforzaba consistentemente su negativa a cualquier responsabilidad en los endemoniamientos del convento, que en aquel entonces solían atribuirse a la hechicería.
Al final, toda defensa por parte de la acusada resultaría vana, pues el temor al demonio, a la hechicería, y no menos al escándalo social que tal situación implicaba para el convento, sus habitantes y sus protectores, se requería perentoriamente un chivo expiatorio con cuya condena se pudiera dar por zanjado el asunto.
De esta manera, dejando de lado como cu riosidades y signos de su tiempo todos los acontecimientos preternaturales de los que el texto aparece atiborrado -reales para Collin de Plancy (Diccionario infernal, 1818)6 y producto de las drogas que supuestamente Picard hacía consumir a su joven amante, según Jules Michelet (La Sorciere, 1862)7- creemos cumplir con la solicitud de la prisionera cuando pide al lector de sus memorias: “les suplico a aquellos que vean este escrito que no añadan más cosas que lo que aquí se dice y que distingan lo que consideren que sea real de lo que tendrá alguna marca de ilusión” (p. 43).
Lo de menos es si las palabras de Madeleine Bavent son verdaderas o no, si fue una víctima inocente de los abusos de los demás o una participante en los acontecimientos del convento de carácter distinto a lo que ella relata (pues al fin y al cabo solo contamos con su testimonio y sabemos bien que un testigo único es un testigo nulo, testis unus tes tis nullus). Como quiera que fuese, su relato constituye un documento extraordinario sobre la fe, la vida y las pasiones al interior de un cuerpo social fracturado por las tensiones religiosas y políticas del momento, y nos permite comprender de una manera más detallada los aspectos humanos de los hechos referidos, así como la forma en la que éstos se engarzaban entre sí y adquirían sentido para los participantes dentro de su comprensión espiritual del mundo.
[1] El interrogatorio es mencionado en las portadas de las ediciones de 1652 y 1878, pero no está incluido en ninguna de las dos. En la primera es sustituido por un documento a favor de la pequeña madre Françoise, superiora de las religiosas de la Place Royale, y en la segunda aparece en su lugar un informe de las declaraciones de sor Magdelaine realizado por su enconado enemigo, el penitenciario de évreux. A pesar de ello, dicho interrogatorio existe realmente y puede consultarse en https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b100347838/f1.item.r=magdelaine%20bavent.
[2] Ernest Hildesheimer, “Les possedes de Louviers”, en: Revue d'histoire de l'église de France, t. 24, núm. 105, 1938, p. 427; versión digital en: https://www.persee.fr/doc/rhef_0300-9505_1938_num_24_105_2865.
[3] Lo cual tendría sentido porque ella misma declara que no llegó a conocer a una de las fundadoras, la madre Françoise de la Croix, que abandonó ese lugar en 1622 debido a una enfermedad y que fundó más tarde en París otro establecimiento religioso. Hildesheimer, “Possedes”, 1938, p. 425.
[4] Roque de Pedro y Nora Benítez, Santos y herejes, Buenos Aires: Ediciones Continente, 2000, pp. 97-100.
[5] En Francia le llamaban frailes cordeleros a los miembros de la Orden de San Francisco, debido al cordón con nudos que ceñía su sayal.