Escritorio
Desde finales del siglo XVIII y, en el caso particular de la Nueva España, a principios del siglo XIX, las libertades de pensamiento e imprenta han sido fundamentales para la discusión y formación de la vida política de nuestro país. Tras la independencia, la prensa fue utilizada como vehículo de debate político por parte de diferentes actores, quienes criticaban las actuaciones de los gobernantes en turno.1 En contraparte, la censura, práctica con bastantes siglos de antigüedad, fue la manera en que se trataron de imponer límites a la difusión de ideas que pudieran resultar incómodas para quienes ostentaran el poder.
Dentro de la amplia producción de impresos durante el siglo XIX, destacan en particular los folletos, cuyas características físicas, el bajo costo de impresión y la rapidez con que se distribuían, se convirtieron, desde la época de la Revolución Francesa, en un importante medio de discusión pero también en objeto de censura. Sin embargo, es necesario destacar que, en diferentes momentos, tanto los ministros de culto como el gobierno se apoyaron en la folletería como difusores de propaganda política.2
Uno de los principales impresos en folletos eran los discursos cívicos que se pronunciaban durante las celebraciones patrias del 16 y 27 de septiembre.3 Sin embargo, de entre la vasta cantidad de arengas patrióticas pronunciadas y publicadas a lo largo del país durante varias décadas, hubo una que no fue declamada y difundida: la pieza de José María Lafragua, escrita para la conmemoración del 27 de septiembre de 1843 en la Alameda de la ciudad de México.
El presente artículo analiza este caso de censura, apoyado en antecedentes tanto de la importancia de los festejos septembrinos y de los discursos pronunciados en ellos, así como de las prácticas de represión política y censura de impresos que existían en las primeras décadas del México independiente. Se presenta un análisis del discurso en cuestión y, posteriormente, se reconstruye el proceso por el cual se prohibió su difusión y el autor fue encarcelado, las razones por la que esto sucedió y el rol de la prensa periódica en el asunto. Como hipótesis, postulo que la censura de este tipo particular de documento, dentro de la práctica común de la censura como represión política durante la primera mitad del siglo XIX, se debió a una discordancia entre la ideología política del orador y del gobernante en turno. En ese sentido, se concibe a la oratoria cívica no sólo como una expresión orientada a la forja de una identidad y memoria colectivas, sino como discurso de carácter político apoyado en su difusión impresa.
Fiesta patria y discurso cívico conformaron un binomio importante durante gran parte del siglo XIX en lo que respecta a la formación de una conciencia histórica mexicana, como lo fue la formación del panteón heroico nacional. Los orígenes de ambos se encuentran en la Guerra de Independencia, cuando en 1812 se celebró por primera vez el llamado del cura Hidalgo en el pueblo de Dolores, por iniciativa de su sucesor al frente del movimiento insurgente, Ignacio López Rayón. Al año siguiente, durante la apertura del Congreso de Anáhuac, el discurso que leyó José María Morelos y Pavón fue el que configuró los tópicos de la oratoria cívica mexicana, a juicio de Carlos Herrejón.4
Durante las primeras décadas del México independiente, el panteón heroico comenzó su proceso de formación, así como la aparición y desaparición de nuevas fechas festivas. En 1825, se celebró en la ciudad de México por primera vez, en la época republicana, el 16 de septiembre, por iniciativa del abogado Juan Wenceslao Barquera, quien propuso crear una organización, la Junta Patriótica, que se encargaría de organizar y obtener los recursos financieros para el festejo, función que en la época colonial le correspondía al Ayuntamiento. En aquel año, el programa incluyó un discurso patriótico, mismo que escribió y declamó Barquera.5
En cuanto a la Junta Patriótica de la ciudad de México, sus integrantes se renovaban año con año y se caracterizaba por ser de ingreso voluntario para cualquier mexicano por nacimiento o naturalización, sin discriminación por sexo, edad, clase o filiación política; era popular y democrática, pues mediante votación se elegían los cargos principales; el financiamiento debía realizarse a través de donativos voluntarios; y era apolítica, por lo que las ideologías y discusiones de esa naturaleza eran irrelevantes para la conformación de la asociación y sus labores.6
No hay un registro formal de quiénes eran los individuos que podían votar y ser votados en la Junta Patriótica de la ciudad de México. Sin embargo, al no existir un mecanismo de exclusión social, cualquier particular interesado en coadyuvar con la organización de las celebraciones tenía derecho a voz y voto, siempre y cuando asistiera a las reuniones preparatorias. Esto funcionó así entre 1825 y 1848, ya que en 1849 se expidió un nuevo reglamento para la Junta de la capital nacional, donde se refrendó el carácter no excluyente de ella, pero ordenaba que los periódicos anunciaran, en el mes de junio, la apertura de un registro para todas las personas interesadas en participar, a quienes se les entregaría una carta-invitación, con la que tendrían voz y voto en la primera reunión de la nueva junta, que se debía llevar a cabo en julio.7
La elección de los integrantes se realizaba en una reunión el segundo martes del mes de julio. En el recinto designado para llevar a cabo las reuniones se elegía al presidente, vicepresidente, tesorero y dos secretarios para la nueva junta. La comisión permanente, encargada de cuidar el archivo de la organización y realizar los balances económicos, daba cuenta de sus actividades y entregaban los documentos y demás posesiones a los nuevos integrantes. Después, se procedía a conformar la comisión proponente, responsable de recaudar los fondos y sugerir actividades, como los fuegos artificiales, funciones de teatro, diversiones públicas, entre otras. De igual forma, se procedía a la elección de los oradores mediante terna, resultando ganador quien tuviera mayor número de votos; en caso de empate, se procedía a una nueva votación entre los dos candidatos con mayor número de votos y, si persistía la paridad, se decidía a la suerte. En algunas ocasiones, los seleccionados para declamar una pieza podían rehusar el encargo por diferentes motivos, por lo que se notificaba a quien había obtenido el segundo lugar que sería el orador.8
A pesar de esto, la gran mayoría de quienes formaron parte de los cargos principales de la asociación (presidente, vicepresidente, tesorero, secretario y comisión proponente) pertenecían a la élite social y política tanto local como nacional, pues solían ser legisladores, militares, abogados, políticos, literatos, entre otros. No obstante su carácter apolítico, con el paso del tiempo ciertos “partidos” llegaron a tener mayor o menor dominio en la asociación. Por ejemplo, era común que los presidentes de la República fueran elegidos para presidir la Junta, como fue el caso de Antonio López de Santa Anna en 1847, o Anastasio Bustamante durante su segundo mandato (1837-1839); sin embargo, esto era algo más simbólico y deferencial que efectivo, pues quienes solían conducir las sesiones de la agrupación eran los vicepresidentes. De igual forma, es necesario recalcar que existió siempre una diversidad de ideologías en los principales cargos del grupo y la Junta logró su cometido de permanecer al margen de las discu siones políticas la mayor parte del tiempo.9
En la conformación de la Junta Patriótica no debía primar el interés ideológico, aunque la gran mayoría de sus integrantes eran actores políticos; en ese sentido, los oradores y sus productos no eran completamente apolíticos. Enrique Plasencia de la Parra ha identificado en los discursos de los primeros años de la República federal una influencia importante de las luchas entre las dos logias masónicas dominantes, donde los autores de los discursos eran prominentes miembros de éstas, como José María Tornel, en 1827, por la logia de York, o Francisco Molino del Campo, orador en 1831, por el rito escocés.10 Tras la disolución de dichas organizaciones, las oraciones continuaron como espacio de crítica y reflexión de la situación política, aunque siempre cumpliendo su función laudatoria y de formación cívica.
Como ejemplos, retomo las piezas de José de Jesús Huerta y de Antonio Pacheco Leal, de 1833 y 1835, respectivamente, ambas pronunciadas en la ciudad de México. El primero era diputado federal por Jalisco cuando pronunció su discurso. En aquel año, el vicepresidente Valentín Gómez Farías encabezó una serie de reformas liberales que le valieron la oposición de diferentes sectores, en particular la Iglesia y el Ejército. Huerta, quien era eclesiástico y un decidido defensor de la reforma liberal, también fue maestro del entonces vicepresidente en el Seminario Conciliar de Guadalajara. Por su parte, Antonio Pacheco Leal era senador por Jalisco al momento de pronunciar el discurso, y fue uno de los legisladores encargados de presentar los proyectos de constitución que devendrían en las Siete Leyes promulgadas a finales de 1836.11
En su alocución, Huerta condenó a los militares que se habían levantado en contra del gobierno de Gómez Farías, pues aseguró que había que reservar “a los Aristas y Duranes, a los Pérez Palacios y Escaladas, a los Moranes y Canalizos [sic] el oprobio de manchar sus pérfidos labios con el nombre del monarca absoluto a quien se ha[n] propuesto servir”. Por su parte, Pacheco Leal criticó los esfuerzos reformistas de apenas dos años antes, cuando preguntó a su auditorio: ¿… quién sin estremecerse puede llamar a la memoria aquella serie no interrumpida de calamidades, que desencadenadas en [1]833 parecían conspirar a destruirlo todo? La peste, la guerra, la persecución más despiadada amenazaban convertir a la opulenta México en guarida de fieras, y en espantoso desierto”. De igual forma, defendió el trabajo de los constituyentes, quienes se encargarían de “proporcionar lo que parece ser más adecuado a [nuestra nación], dándole una forma de gobierno, en la que con el mayor número de garantías, se le ofrezcan igualmente las mayores seguridades de que serán religiosamente observadas”.12
Otro ejemplo lo encontramos en 1840, a propósito de la publicación de la “Carta monárquica” de José María Gutiérrez de Estrada, otrora ministro de Relaciones. Los oradores en la ciudad de México del día 16 de septiembre, el periodista Luis de la Rosa y el general José María Tornel atacaron la propuesta de Gutiérrez de Estrada de establecer un gobierno monárquico en México, así como al excanciller, sin mencionarlo de manera abierta.13 La prensa también participó en la campaña contra el yucateco; sin embargo, el entendimiento entre los periódicos y el gobierno se rompió cuando este último mandó arrestar al impresor Ignacio Cumplido por publicar los textos de Gutiérrez de Estrada, pues para las autoridades “pesaba más el carácter de agente desestabilizador de la prensa que la garantía constitucional de circular ideas políticas”.14
Como puede observarse, los discursos de Huerta y Pacheco Leal son antagónicos en el plano político y, a pesar de que tanto la Junta Patriótica como el espacio que significan las fiestas patrias debían mantenerse al margen de la esfera política, la realidad era diferente, como fue el caso de las oraciones de 1840. Sin embargo, es posible apreciar que los oradores mencionados se encontraban en concordancia con la ideología política predominante en esos momentos, lo que da pie a reflexionar hasta qué punto era importante que las ideas expresadas en los discursos estuvieran en consonancia con el gobierno en turno.
Como se comentó en la introducción, una de las maneras en que se difundían los discursos cívicos fue en formato de folleto. Brian Connaughton ha sugerido una tipología de la oración cívica como folleto oficial programado, pues tenían el propósito de “promover la difusión, discusión y celebración de los faustos de la nación por parte de los patriotas letrados e iletrados, en contraposición a la folletería no oficial, que aborda cuestiones políticas desde otra perspectiva, mucho más crítica, irónica y hasta mordaz”.15 Además, así como los discursos cívicos tenían su origen en la oratoria religiosa de la Nueva España, como lo ha estudiado Carlos Herrejón en el libro citado en este artículo, también las arengas patrióticas ocuparon el lugar de los sermones en la producción de la folletería de finales de la Nueva España; en ese tenor, el sermón impreso no solo “había perdido figuración numérica en la producción editorial del país, sino que había perdido su papel de aglutinante de lealtades y eje de las celebraciones públicas”.16
En ese sentido, el mismo autor sugiere que una forma en que los oradores procuraron la formación de una opinión pública fue mediante la metáfora religiosa presente en los discursos septembrinos, como un punto de transición en la retórica colonial a la de la nación independiente.17 Más aún, la presencia religiosa en las fiestas patrias fue una constante durante la primera mitad del siglo XIX, hasta que los liberales de mediados de la centuria suprimieron la participación eclesiástica en las celebraciones. Esto, comenta Annick Lempérière, fue un rasgo de la República corporativa, y para el caso particular de las misas de acción de gracias antes de las procesiones del 16 o 27 de septiembre, al menos en la capital nacional, correspondía más a un lazo necesario para la naciente cultura política republicana que un acto estricto de adhesión religiosa.18
Más allá de las metáforas religiosas contenidas en los discursos septembrinos, es importante observar cómo éstos también colaboraron en la construcción de una opinión pública en México durante los primeros años de independencia. Si bien, en inicio no tenían un papel de discusión política abierta, sí formaron parte de la búsqueda de la anhelada “unanimidad del cuerpo social”, ciudadanos y gobierno, bajo la idea de ilustrar al pueblo a través de sus portavoces. Sin embargo, la opinión pública también se abrogó funciones de “tribunal”, donde serían juzgados los excesos que cometieran los funcionarios públicos.19 Esto lo podemos apreciar en el siguiente fragmento del discurso de José María Castañeda y Escalada, escrito en 1834, a propósito de la labor del orador cívico:
[é]l debe instruir, deleitar y mover, desempeñando el primero de estos deberes con erudición escogida y oportuna; el segundo, con la suave armónica elegancia; y el tercero, con aquella unción de que es preciso se penetre quien se propone como esfuerzo plausible y glorioso el triunfo de su patriotismo, la conveniencia pública.20
Como se ha comentado, la prensa periódica y la folletería jugaron un papel fundamental en la conformación de la opinión pública de la naciente República; empero, tanto los impresores como los autores fueron perseguidos por los diferentes gobiernos que desfilaron por aquellos turbulentos años, acusados de alterar la paz pública. De acuerdo con Laurence Coudart, durante las primeras décadas del siglo XIX primó una concepción utilitarista de la imprenta, bajo la idea de que cualquier acción es correcta “siempre y cuando sus consecuencias proporcionan la felicidad o el bienestar colectivo, no individual”, por lo que se le adjudicó a la prensa una responsabilidad social. Esto propició que en diferentes leyes, desde las cartas magnas hasta reglamentos, existiera una coerción a los llamados “abusos” de la prensa, mismos que permitían la censura en diferentes momentos y modalidades.21
En efecto, uno de los años más complicados en lo que se refiere al ejercicio de la libertad de imprenta fue 1843. El 14 de enero de ese año se restableció la ley del 8 de abril de 1839, misma que ordenaba “que se persiga y aprehenda sin distinción de fuero, que no goza en materias de policía, a los autores y cómplices de todo impreso de la clase referida”, en referencia a los textos políticos que circulaban en diferentes periódicos, contemplando penas como el destierro a las fortalezas de San Juan de Ulúa y Acapulco.22
Uno de los primeros afectados por esta disposición fue El Siglo Diez y Nueve, periódico que había comenzado a publicarse pocos meses antes. Si bien estuvo fuera de circulación sólo dos semanas, muchos asuntos políticos no podían ser abordados por los autores. La gran mayoría de los colaboradores de esta publicación eran conocidos liberales, como Manuel Gómez Pedraza, Mariano Otero, Juan Bautista Morales, Guillermo Prieto y, por supuesto, José María Lafragua.23
José María Lafragua nació en Puebla en 1813, ciudad donde estudió en el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados, recibiéndose de abogado en 1835. Sus acercamientos a la política se dieron a mediados de la década de 1830 como reacción a la imposición del centralismo, aunque en sus primeros años de vida manifestó simpatía por el iturbidismo. Tras la caída del Imperio, se convirtió en un decidido republicano federalista. En 1835, ingresó a la Sociedad Masónica de Yorkinos Federalistas, encabezada por Manuel Gómez Pedra za y donde conoció a Valentín Gómez Farías e Ignacio Comonfort, entre otros importantes políticos. Para esos años, el liberalismo comenzó a separarse entre radicales -encabezados por Manuel Crescencio Rejón- y moderados -representados por Gómez Pedraza; Lafragua se identificaría con estos últimos.24
La situación política en el país en aquellos años no había sido fácil. Desde 1839, diferentes sectores políticos y corporaciones convergieron en la necesidad de reformar la constitución centralista de 1836. En 1840, además de la Carta Monárquica de Gutiérrez de Estrada, misma que supuso el primer cuestionamiento abierto al republicanismo y su eficacia, en julio de ese año el exvicepresidente Valentín Gómez Farías encabezó un levantamiento militar en la ciudad de México, mismo que fue sofocado rápidamente por el gobierno de Anastasio Bustamante, gracias a que políticos como Manuel Crescencio Rejón y Manuel Gómez Pedraza no apoyaron a Gómez Farías, así como al cierre de filas de José María Tornel, Antonio López de Santa Anna, Nicolás Bravo y Gabriel Valencia en torno al gobierno.25
Un año después, a mediados de 1841, comenzó a rumorearse sobre un levantamiento contra el gobierno, encabezado por los generales López de Santa Anna y Mariano Paredes y Arrillaga en Veracruz y Guadalajara, respectivamente. Aun que el origen del pronunciamiento era por cuestiones económico-comerciales, los militares desem peñaron un papel fundamental como actores políticos interesados en formar un gobierno fuerte. La “revuelta triangular”, como la denominó Michael Costeloe, tuvo su clímax en septiembre de ese año, cuando el comandante militar de la ciudad de México, Gabriel Valencia, se unió a los pronunciados, lo que provocó la caída final del gobierno de Bustamante a fines de septiembre. El día 28 de ese mes, los tres generales triunfantes signaron las “Bases de Tacubaya”, en la cual declaraban el cese de todos los poderes excepto el Judicial, la creación de una junta de representantes departamentales, mismos que eran seleccionados por Santa Anna, quienes debían elegir a un presidente interino con poderes absolutos para gobernar, así como la formación de un congreso constituyente.26
Santa Anna fue elegido como presidente interino por la junta de representantes, y comenzó un proceso donde los militares ganaron poder castrense y político. Por su parte, los federalistas moderados apoyaron el movimiento militar de 1841, pues consideraban que era la única oportunidad de convocar a un congreso constituyente, mismo que se concretó al siguiente año. El nuevo Legislativo estuvo compuesto por una mayoría de federalistas moderados, ya desencantados con el generalpresidente, quien tampoco guardaba afinidad con ellos. El Constituyente comenzó labores en junio de ese año, en un ambiente tenso entre los dipu tados y Santa Anna. El Congreso perfiló un proyecto de centralismo moderado, aunque había entre sus filas una minoría importante a favor del federalismo. Sin embargo, la gota que derramó el vaso fue el intento de supresión del reclutamiento forzado, lo que movió a José María Tornel, entonces ministro de Guerra, a esparcir por el país una serie de pronunciamientos contra el Congreso. El 18 de diciembre, el batallón de la Ciudadela de la capital impidió el paso a los legisladores y, al día siguiente, el presidente interino Nicolás Bravo decretó la clausura del Constituyente y la creación de una Junta Nacional Instituyente, cuyas labores darían fruto unos meses después, con la sanción de las Bases Orgánicas.27
Lafragua fue diputado por el departamento de Puebla en el Constituyente de 1842, donde destacó por su defensa del federalismo. Entre marzo y mayo de 1843, ya clausurado el antiguo congreso, Lafragua defendió sus ideales federalistas a través de El Estandarte Nacional.28 A través de este medio, el poblano criticó el centralismo que propugnaban las Bases Orgánicas, así como su talante poco democrático, como fue la propuesta de composición del senado por sectores sociales como los eclesiásticos y los militares, así como los diferentes requisitos de edad e ingreso económico que establecía la nueva carta magna para poder ocupar cargos políticos.29
Como antesala a lo que sucedería a finales de septiembre de 1843, Manuel Gómez Pedraza fue apresado el 30 de abril de ese año, acusado de haber enviado a Juan álvarez un plan revolucionario. Bajo la misma acusación fueron apresados días después Mariano Otero y José María Lafragua, quienes, junto con Gómez Pedraza, habían sido constituyentes en 1842. De acuerdo con Lafragua, si bien existía una conspiración que involucraba a álvarez, él no era parte de ella. De igual manera, el abogado poblano aseguró que el gobierno, sin poder demostrar sus acusaciones, “cortó el nudo, y con motivo de la sanción de las Bases Orgánicas, expidió un decreto de amnistía por delitos políticos, en cuya virtud fuimos puestos en libertad”, cosa que ocurrió el 14 de junio.30
El martes 11 de julio de 1843 se llevó a cabo la primera reunión de la Junta Patriótica de la capital nacional, reunida en el salón general de la Universidad de México. La comisión permanente entregó los informes y se procedió a la elección de los cargos: José María Tornel, ministro de Guerra, fue elegido presidente de la Junta; Juan Bautista Morales, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, fue electo vicepresidente; Francisco Carbajal fue comisionado como primer secretario, y para la comisión proponente fueron seleccionados Francisco Modesto de Olaguíbel, Andrés Terrés, Sebastián Guzmán, Justo Pastor Macedo, José María Lafragua, Tranquilino de la Vega, Cornelio Gracida, Isidro Rafael Gondra y Marcos Esparza. Se conformaron dos ternas para oradores, para los días 16 y 27 de septiembre, respectivamente. En la primera, participaron Mariano Otero, Manuel Baranda y Francisco Modesto de Olaguíbel, siendo electo el primero por 116 votos. La segunda terna fue compuesta por Marcos Esparza, Miguel Zincúnegui y José María Lafragua, quien resultó electo con 106 votos.31
Como se puede apreciar, a pesar de haber sido encarcelados recientemente, tanto Otero como Lafragua participaron sin ningún condicionamiento en la Junta Patriótica de aquel año, tanto así que fueron electos por mayoría de votos como oradores. De igual forma, nótese que José María Tornel, mano derecha de Antonio López de Santa Anna, ocupó la presidencia de la asociación. Esto nos permite constatar el carácter apolítico estipulado por el reglamento; empero, esto no duró mucho tiempo en esta ocasión.
La arenga de Lafragua se adapta a la estructura retórica que Luis Raúl Ortiz ha identificado en la oratoria cívica mexicana: proemio, representación histórica, diagnóstico-evaluación, prescripción y des pedida. La primera consiste en la salutación e introducción del objeto a tratar; la segunda es un bosquejo del pasado nacional, ya sea desde épocas prehispánicas o del pasado reciente; el diagnóstico-evaluación hace referencia a un examen de la situación del país al momento en que se pronunciaba; la prescripción se enfocaba en acciones que se debían realizar para lograr la unión y prosperidad nacional, y la despedida servía como última oportunidad del orador para convencer a su auditorio.32
En el proemio, Lafragua se limitó a señalar la alegría de ese día y la intención de su discurso, que era el de “[m]emorar el venturoso principio de la era mexicana, y excitar en los corazones sentimientos de amor al beneficio, de gratitud al bienhechor y, lo diré también, de arrepentimiento por el mal uso que hemos hecho de la libertad”.33 En la representación histórica, el autor se remontó a la época prehispánica y abordó, como era costumbre, de manera negativa el periodo colonial, enfatizando la tiranía de los reyes hispánicos, aseverando que “[e] l arte de gobernar, en el diccionario de los tiranos, significa el arte de embrutecer y engañar a los hombres, pervirtiendo el juicio y empozoñando las costumb res; y bajo tan perniciosos principios fue regida con pocas excepciones la desdichada colonia durante el largo periodo de 300 años”.34
Se refirió en los términos más halagüeños a la Guerra de Independencia, donde loó a los primeros caudillos de la insurgencia; en un momento dado, todavía en la narración de la guerra, hizo una referencia a la libertad de imprenta: “los déspotas […] tiemblan ante la imprenta, se desvelan hasta ahogar su voz, se afanan por comprar sus favores, y en el vértigo de su cólera la maldicen y la infaman; porque es el eco de las naciones, el iris de alianza entre el pueblo y sus mandatarios, que garantiza a la sociedad contra el despotismo [...]”.35 Concluyó la representación histórica con los respectivos encomios a Agustín de Iturbide, así como a Vicente Guerrero, algo relativamente raro en los discursos de esos años.
En el “diagnóstico-evaluación”, Lafragua lanzó una serie de preguntas al auditorio, respecto a qué cuentas “rendirían” a los héroes patrios si estos revivieran.
Bajo este formato, el autor hizo un recuento de los males nacionales después de la independencia. De acuerdo con él, el siguiente fragmento fue objeto de la censura gubernamental:36
Conquistamos la Independencia; pero... ¿y la libertad? ¿Qué cuenta daremos de ella a Hidalgo, a Morelos, a Guerrero y a Iturbide, si, levantándose de sus tumbas, nos pregunta qué hemos hecho de la rica herencia que nos dejaron? ¿Les diremos, que constituida la nación de la manera más espontánea y conforme a sus necesidades, vio luego roto y vilipendiado su primer pacto, y pasando de un sistema a otro y de un gobierno a otro y de una a otra facción, ha vivido lustros enteros sin ver el semblante de la paz? ¿Les diremos que la cabeza de uno de ellos fue comprada en ignominioso contrato y vertida en un patíbulo infame de la sangre más pura de la revolución? ¿Les diremos, que la representación nacional, la libertad de imprenta, las garantías individuales han sido holladas por la inmunda planta de los partidos? ¿Les diremos, que se ha traducido en voluntad general el alarido de las facciones, que han conspirado vencidas y oprimido vencedoras, vistiendo con los arreos de la virtud a los viles mercaderes de la libertad? ¿Les diremos, que el territorio se ha convertido en horrible palenque, la conciencia en mercancía y el agio en profesión; que el sol extranjero ha iluminado con sus pálidos rayos las frentes de nuestros hermanos, que se ha ajado el pabellón y desmembrado el país y premiado la delación y perdido la confianza y adormecido el patriotismo?37
Como parte de lo que Ortiz Rubio denomina como prescripción, el político poblano llamó a la población a quitar “a los partidos la hipócrita máscara con que se encubren, y denunciémoslos ante la patria como reos de lesa libertad. Odio no a los tiranos sino a la tiranía, sea cual fuere la insignia que la representen, el cetro de un rey, el báculo de un pontífice, la espada de un dictador, el bastón de un magistrado”.38
El fragmento transcrito muestra una crítica fuerte al desenvolvimiento político mexicano después de roto el “primer pacto”, en referencia al Plan de Iguala, y la sucesión de pronunciamientos militares y de un sistema político a otro fueron los resultados del derramamiento de sangre, así como la aprehensión y fusilamiento de Vicente Guerrero en 1831. Las facciones aparecen como responsables de los males nacionales, quienes han provocado la inestabilidad política y el nulo respeto a las libertades, de entre las que destaca la de imprenta, considerada una de las más importantes. Además, se menciona el mal estado de la economía provocado por los agiotistas, así como los recientes conflictos internacionales de México.
Sin embargo, las críticas formuladas por Lafragua no eran extraordinarias dentro de la oratoria septembrina. Un tópico común fue acusar a las facciones de causar la inestabilidad política de aquellas décadas, como lo hicieran José Ramón Pacheco en 1841 o Manuel Gómez Pedraza en 1842. También era relativamente común en los discursos cívicos señalar que la muerte de los consumadores, Iturbide y Guerrero, habían ocasionado el fin del consenso nacional o de la estabilidad política, como sugirió Manuel Zozaya Bermúdez en 1841. De igual manera, varios oradores, como José María Tornel o Mariano Otero, explicaban que los tropiezos políticos se debían a la inexperiencia en el arte de gobernar gracias a los 300 años de dominio español, aunque en este fragmento en particular, Lafragua señaló los peligros de la falta de virtud, tópico que fue muy importante en las arengas patrióticas de la década de 1820.39 Sin embargo, el abogado poblano fue mucho más directo en sus acusaciones, aunque sin mencionar o señalar de manera abierta a Antonio López de Santa Anna o cualquier otro actor político importante, resultaba claro a quiénes iba dirigidas las críticas.
La Junta Patriótica siempre tuvo especial interés en la difusión material de las ideas expresadas en los discursos, por lo que solían pedir a los oradores el borrador de sus textos con algunos días de anticipación, para que el mismo día de la celebración el público tuviera entre sus manos un ejemplar.40 éste fue el caso de Lafragua, pues su arenga fue impresa días antes, lo que permitió que otras personas estuvieran al tanto de su contenido. José María Tornel, presidente de la asociación, informó a la Junta el 26 de septiembre que el gobierno consideraba que la pieza “contenía expresiones irritantes y aún sediciosas”.41
El Siglo Diez y Nueve, en su edición del 27 de septiembre, insertó de última hora la noticia del encarcelamiento de José María Lafragua, protestando que “semejante especie nos parece ridícula, porque no habiéndose pronunciado aquel [discurso], su autor solo ha tenido la intención de decirlo, y esto nunca se ha reputado ni podido reputar como delito”.42 El 28 de septiembre, tras la breve crónica de la festividad, el Diario del Gobierno replicó al periódico anterior. De acuerdo con la prensa gubernamental, el gobierno nacional se enteró que el discurso del poblano “estaba lleno de máximas no solo demasiado alarmantes y subversivas contrarios al orden, a la tranquilidad, y al respeto debido a las bases orgánicas [sic] juradas por toda la nación, sino también contrarios al buen nombre del supremo gobierno”, por lo que, “conforme a las leyes”, se hizo una lectura del mismo para impedir su circulación.43
De acuerdo con este mismo periódico, el gobernador solicitó al prefecto que el discurso fuera revisado por un juez de letras, que fue José María Puchet. El razonamiento del censor, firmado a las tres de la mañana del día 27 y publicado por el Diario del Gobierno, indicaba que el discurso contenía una fuerte crítica por la situación del país, aunque determinó que “no es exacta la denuncia que se ha dado al supremo gobierno” y que la cuestión se “reduce a que aunque todo el discurso no merece las censuras que se le han atribuido, su última parte, por lo que literalmente expresan sus conceptos, debe producir en el público una impresión desfavorable al honor de la nación y al del gobierno”.44
Puchet reseñó a grandes rasgos las dos partes en que se divide la arenga de Lafragua, aquí agrupadas a partir de lo propuesto por Ortiz Rubio. En la parte de “diagnóstico-evaluación” y “prescripción”, el juez rebatió los argumentos del político poblano, concluyendo lo siguiente:
[...] todo el cuadro de nuestra ignominia que pinta el autor en esta parte de su discurso, ya en la proposiciones indicadas, ya en otras que no debiera indicar, por el disgusto y las animosidades que excitan, tan ajenas de la celebridad del objeto a que todo debiera encaminarse, entiendo con dolor que no pueden menos de ser deshonrosas a la nación y al gobierno que la preside, y causar en el público impresiones desfavorables a una y otra.45
El gobierno nacional, satisfecho con el “juicioso y patriótico dictamen” de Puchet, emitió una orden para proceder contra Lafragua. En el mismo documento se asienta:
[que] ha resuelto también S. E. el presidente provisional alzarle la detención que ese gobierno le impuso, poniéndolo inmediatamente en absoluta libertad, puesto que el objetivo único que se propuso el supremo jefe de la República ha sido, como queda dicho, impedir de todos modos los ultrajes que directa o indirectamente se hiciesen a la nación.46
Los editores del periódico concluyeron asegurando:
[que era notoria] la prudencia y lenidad del supremo magistrado de la República, que a la vez que impide se altere el orden público y se falte al debido respeto a las leyes y a las autoridades, tan lejos de perseguir a nadie ni de atacar las garantías individuales, usa de las facultades de que se haya investido, no solo como el jefe supremo de una nación, sino como un amante padre de familia en el hogar doméstico.47
Ese mismo día, 28 de septiembre, El Siglo Diez y Nueve insertó un comunicado de Juan Bautista Morales, vicepresidente de la Junta Patriótica. De acuerdo con él, en la reunión del día 26, Tornel le informó que el gobierno estaba enterado del contenido crítico del discurso de Lafragua, y le solicitaba que “tomara las medidas que la prudencia me aconsejara para evitar el mal en lo posible”. Dialogó en privado con otros integrantes de la Junta y resolvieron dirigirse con Lafragua para informarle de lo sucedido. De acuerdo con él, no supo más del asunto hasta el día siguiente, cuando se le entregó a las nueve de la mañana un oficio del Ministerio de Guerra y Marina, presidido por Tornel, fechado ese día una hora antes, donde informaba que se había censurado el discurso.48
Unos minutos después, se le informó a Morales que el orador se encontraba preso y que resultaría inútil llevar a cabo el paseo a la Alameda, por lo que, en su lugar, se realizaría la ceremonia de colocación de la primera piedra del hospital de inválidos. Momentos más tarde, apareció el secretario de la Junta, Francisco Carbajal, quien le informó que habían sido requisados los ejemplares impresos de la arenga, y propuso la disolución de la organización en lugar de formar la comisión permanente, propuesta que fue votada afirmativamente.49
José María Lafragua, si bien en un inicio había decidido guardar silencio, decidió contestar a lo publicado por el Diario del Gobierno, asegurando que su réplica no fue publicada por Ignacio Cumplido en El Siglo Diez y Nueve. De acuerdo con el poblano, sólo ocho amigos suyos, de quienes no ponía en duda su lealtad, conocían de antemano el contenido de su arenga, al igual que el impresor Vicente García Torres, de quien tampoco dudó de su actuar, por lo que infirió que “la denuncia fue de alguno de esos seres degradados que, para comprar el favor, venden la conciencia y forman de una hormiga un elefante”. Lafragua narró que fue Francisco Carbajal quien se acercó a él el día 26 a las siete de la tarde para alertarle de las intenciones del gobierno. Aseguró que no dimensionó la magnitud del asunto y se dirigió al teatro, donde fue alcanzado por el prefecto y le fue exigido el discurso para ser revisado, a lo que se rehusó, razón por la que fue detenido.50
En inicio, el empleado de la imprenta se negó a entregar una copia del discurso sin previa autorización del autor, por lo que el secretario de la prefectura, apoyado por la policía y soldados, irrumpió en el local para obtener una copia de la arenga, misma que se le entregó a Puchet a las 12:30 de la noche del día 27. En este punto, Lafragua rebatió al Diario del Gobierno, pues fue apresado antes de que fuera censurado el discurso, y no al revés. Remitido el razonamiento del censor, se requisaron los ejemplares impresos y el orador fue conducido a la celda 11 de la cárcel de la Acordada, “que es donde pasan los reos de muerte las últimas horas de su triste existencia”, y permaneció incomunicado. A las nueve de la mañana del día 28 fue puesto en libertad.51
Lafragua acusó que el Diario del Gobierno daba a entender que él había dado voluntariamente su discurso al censor, cuando en realidad fue víctima de una arbitrariedad. En su alegato, aseguró que “no sólo se atacó a la libertad de escribir, garantizada por las Bases Orgánicas, sino la libertad de pensar, que está fuera del dominio de la sociedad”, y enfatizó que si su discurso, aún fuera sedicioso, “no pasaba entonces de la esfera de un pensamiento y, si estaba ya impreso, no se podía considerar como un abuso de la libertad de imprenta, que no consiste en el hecho material de imprimir, sino en la publicación de la obra”. De igual forma, aseguró que el gobierno mandó una copia de su discurso al juez de lo criminal Luis Jáuregui para que se le impusiera alguna pena, no conformes con la censura hecha por Puchet. Empero, Jáuregui no encontró motivos para proceder contra el poblano, pues el discurso no fue pronunciado, por lo que Lafragua quedó en libertad, y no por un acto de buena voluntad como expresó el diario gubernamental.52
Prosiguió el poblano con la refutación al razonamiento de censura de Puchet, en donde defendió su condena a quienes, en nombre de la nación, encabezaban las rebeliones y pronunciamientos tan comunes de aquellos años, mismos que calificó de palenque en su discurso y que el censor adjudicó a que se refería a los conflictos secesionistas de Yucatán y Texas, asunto que Lafragua jamás abordó de manera explícita. Por último, aseguró que “[l]a culpa no es mía que tal haya sido la inteligencia del censor, que, sensible, haya prestádose a desempeñar semejante ministerio en un país en que no debe haber censura previa según las leyes”.53
El censurado afirmó que “[e]scenas más lúgubres se han presentado; hechos más notables se han referido, ideas más desconsoladoras se han expuesto en otros años en la misma festividad, sin que los discursos hayan sido anatematizados ni los autores sumergidos en un calabozo”, y mencionó el discurso de José María Tornel de 1840, mismo al que me he referido brevemente líneas arribas, así como uno pronunciado en Guadalajara en 1843 y publicado por El Siglo Diez y Nueve.54
En efecto, el discurso de Tornel de 1840, cuando era miembro del Supremo Poder Conservador, si bien era un ataque a la propuesta monárquica de Gutiérrez de Estrada, consistió más en una reflexión crítica sobre la vida política mexicana después de 1821, como se puede apreciar en la siguiente cita: “[e]n este momento, gravísima es la responsabilidad de los que están encomendados de dirigir la suerte de esta nación, flaca y achacosa, que puede morir, y que morirá si no se emplean grandes esfuerzos para salvarla en su mayor peligro”, o como bien sintetiza su sentir la siguiente frase: “hemos navegado por un mar de lágrimas y de sangre”.55
La polémica por la censura continuó unos días después. Francisco Carbajal, exsecretario de la Junta Patriótica, a través de un remitido publicado en El Siglo Diez y Nueve, aseguró que alguien le comentó sobre las intenciones gubernamentales de censurar el discurso de Lafragua, mientras que el vicepresidente de la Junta, Juan Bautista Morales, había recibido una carta con la misma información. De acuerdo con Carbajal, al finalizar la reunión se le acercó Morales y le dijo, sin saber que él ya estaba al tanto de la situación: “Hombre, qué bueno era que fuera usted por casa de García Torres a cogerse allá con modo un discursito y nos lo trajera, a ver qué tal; porque dicen que está fuertecito”. Carbajal aseguró sentirse ofendido de dicha proposición y fue él, junto con otra persona que no era Morales, quienes dieron aviso a Lafragua de que lo querían aprehender.56
A lo largo del remitido, Carbajal acusó al exvicepresidente de la Junta de no dar una versión completa sobre lo acontecido. Así, por ejemplo, en lo referente a la disolución de la organización, el secretario envió a El Siglo Diez y Nueve una copia del acta de la reunión del día 27, donde expuso que la delación sobre el contenido de la arenga de Lafragua fue hecha por “esbirros para vengarse del merecido abatimiento que han sufrido en la junta”, y que, en cuanto a la asociación, “su existencia serviría solo de baldón y de infamia para los que la compusieran; concluyendo con hacer la proposición siguiente: 'La junta patriótica queda disuelta, y no podrá volverse a reunir legalmente'”.57
Días más tarde, el caso se zanjó en El Siglo Diez y Nueve, en una editorial donde defendían a Morales y atacaban a Carbajal: “nos hemos resignado a insertar un comunicado, cuyo contenido ante los hombres rectos, no podrá ser desfavorable más que para su autor mismo. En cuanto al Sr. Morales, su vida pública y su carácter personal, son demasiados conocidos en la república, para que pueda temer nada de las imputaciones de un hombre desconocido [...]”.58
Juan Bautista Morales era un liberal moderado que, desde 1837, se desempeñó como magistrado en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Fue uno de los fundadores de El Siglo Diez y Nueve, además de ser su primer director hasta 1855. Al igual que otros personajes ya mencionados, fue diputado constituyente en 1842 por los departamentos de Guanajuato y México. En julio de ese año fue encarcelado sólo por unos días y liberado gracias al fuero que gozaba como legislador y que, de acuerdo con Francisco Zarco y Carlos María de Bustamante, eso le dio más popularidad que infamia. Amén de esto, a partir de 1842 comenzó a publicar en El Siglo Diez y Nueve una de las obras más importantes de la época: “El Gallo Pitagórico”.59
Por su parte, Francisco Carbajal fue trabajador del Archivo General y teniente de milicia en 1833, donde combatió a los opositores del gobierno de Valentín Gómez Farías. Por lo expresado en su Vindicación, impresa en 1845, gracias a contactos familiares logró ingresar a las altas esferas de la política nacional; empero, también fue víctima de constantes sabotajes. él mismo se declaró enemigo de Anastasio Bustamante en su primer gobierno y, durante el segundo gobierno de éste, Carbajal trabajó en la tesorería de México, además de colaborar en el periódico El Restaurador. En los siguientes años, no tomó parte de manera decidida en los asuntos políticos, si bien siempre se consideró un liberal radical, como él mismo escribió en su remitido a El Siglo Diez y Nueve en 1843: “yo exaltado, porque me he expuesto a las balas y me he batido por la causa de la libertad, mientras los moderados se estaban quietos aprovechándose de mis sacrificios y sacando raja [...]”.60
La Junta Patriótica de la ciudad de México, como era de esperarse, no se formó en 1844. Carlos María de Bustamante, a través de El Siglo Diez y Nueve, llamó “al supremo gobierno y al departamental, haga que se instale dicha junta popular”.61 El gobierno ordenó que la nueva Junta estuviera compuesta por el prefecto del Centro, Antonio Díez de Bonilla, y dos integrantes del Ayuntamiento de México, que fueron Ramón Olarte e Ignacio Alaga, quienes sesionaron en el domicilio del primero.62
éstos solicitaron a Francisco Carbajal, en su calidad de exsecretario de la organización, la entrega del archivo de la Junta. éste se negó, argumentando que el conjunto de documentos y demás pertenecía “a una reunión de ciudadanos, todo lo que existe en mi poder es una propiedad particular, de que no puede disponer nadie según las Bases Constitucionales”. Si bien después accedió a entregarlo, puso como condición que se realizara un inventario para cotejo, y se constara que dicho archivo era entregado a la autoridad en calidad de depósito.63 A pesar de que el gobierno accedió a sus peticiones, Carbajal no entregó el archivo. A partir de 1845, la Junta Patriótica retomó su funcionamiento habitual, como lo había hecho desde 1825.
Las razones por las que José María Lafragua fue apresado a raíz de un discurso patriótico que escribió no parecen tan claras. De acuerdo con él, la disolución del Constituyente de 1842, su primera prisión en mayo de 1843 y la desaparición de su periódico El Estandarte, lo hicieron “mucho más conocido y, como era natural, la víctima de un hombre importante”. De igual manera, aseguró que su segundo encarcelamiento sólo logró que aumentara su popularidad, por lo que recibió “honrosos y ardientes testimonios de aprecio de hombres de todos los partidos y de muchas señoras, entre las que se distinguió la célebre Güera Rodríguez”.64 Por su parte, Francisco Carbajal aseguró que la delación del discurso se debió a un conflicto entre las imprentas de Ignacio Cumplido y Vicente García Torres por ver quién sería el encargado de la impresión de los folletos, lo que “se llevó por ciertas gentes el rencor y espíritu de venganza al extremo de hacer un chisme indecente al gobierno contra el Lic. D. José María Lafragua, causando al prisión de este”.65
Además de esto, no era la primera vez que Lafragua ni allegados suyos habían sido víctimas de persecución, en un periodo particularmente difícil para el ejercicio político y periodístico, ante los poderes casi dictatoriales que ejercía el generalpresidente en aquellos momentos. En este tenor, podemos confirmar que el proceso de censura y reclusión de José María Lafragua fue común, pero al mismo tiempo particular; común porque se actuó dentro de una práctica ya establecida de censura y represión política, pero particular por el contexto “especial” en el que se inscribía el texto censurado, pues se trataba de los festejos patrios, donde se esperaba de los oradores y sus piezas no sólo una visión encomiástica del pasado -como lo hizo nuestro autor en su parte histórica- sino también una reflexión y crítica sobre el presente del país, pero que en esta arenga no cayó nada bien a López de Santa Anna. Esto da pie para algunas reflexiones en diferentes aspectos.
En primer lugar, el caso de Lafragua nos permite observar la importancia que tenían los discursos cívicos en su difusión como folletos, no sólo al ocupar el lugar que en la época virreinal le correspondió a los sermones, sino a partir de este soporte material, la eficacia que tenía en la difusión de las ideas. En ese tenor, hemos podido apreciar que no sólo era el esparcimiento del pensamiento patriótico, sino también sobre el presente, lo que llevó finalmente al gobierno encabezado por el caudillo veracruzano a requisar de manera violenta las impresiones de la arenga y a encarcelar a su autor.
En ese sentido, al corroborar la hipótesis de la discordancia política entre orador y gobernante en turno, nos permite adentrarnos en la reflexión en torno al papel de la prensa en la legitimación y crítica de los actores políticos. A través de la prensa, es posible observar que el proceso judicial por el que se silenció, al menos temporalmente, las ideas del político poblano, fue irregular y plagado de medias verdades difundidas a través del Diario del Gobierno. Por su parte, El Siglo Diez y Nueve fungió como contraparte denunciante de las arbitrariedades que cometía el gobierno a pesar de que las Bases Orgánicas, en su artículo noveno, protegían la libertad de expresión y de imprenta. Empero, a través del señalamiento que el propio Lafragua hizo sobre la negativa de Ignacio Cumplido a publicar su respuesta, o el intercambio de acusaciones entre Francisco Carbajal y Juan Bautista Morales, también son indicativo de los intereses particulares que tenían los redactores e impresores de El Siglo Diez y Nueve.
Por otra parte, el caso también refleja las tensiones e incluso paradojas de la práctica de la Junta Patriótica de la capital nacional en lo relativo a mantenerse alejados de las discusiones políticas, más si se toma en cuenta que la gran mayoría de sus integrantes, o al menos quienes ocupaban los cargos directivos, eran miembros de la élite sociopolítica local y nacional. Dicha organización es un caso sui generis dentro de la historia mexicana, pues es un reflejo de prácticas heredadas del antiguo régimen en lo referente a las celebraciones pero, al mismo tiempo, imbuidas de un pensamiento moderno que enunciaba la igualdad y la importancia de las festividades como formadoras de una incipiente identidad nacional y, en ese sentido, de la formación misma del Estado.
La relación entre prensa y gobierno ha sido sumamente complicada desde los inicios mismos de la libertad de imprenta en el siglo XIX. No han sido pocos los esfuerzos del poder político, tanto legales como ilegales, de intentar silenciar y eliminar ideas que resultan críticas a sus actuaciones. El silencio forzado del que fue objeto José María Lafragua fue uno de los tantos ejemplos de la represión de aquellos años a través de la censura de las ideas; sin embargo, también permite reflexionar sobre la prensa no sólo como medio de debate y transformación política y social, sino también como un eje articulador de la memoria colectiva que llega hasta nuestros días.
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[*]El presente artículo se desprende de un fragmento de mi tesis de licenciatura titulada Hemos jurado ser sublimes: legitimidad política e identidad nacional en los discursos septembrinos de la ciudad de México, 1825-1855, presentada en la Universidad Nacional Autónoma de México en abril de 2023.
[1] Gantús, “Libertad”, 2019, pp. 93-94.
[2] Soberón, “Folletos”, 2014, pp. 40-46.
[3] La primera celebración del 16 de septiembre se llevó a cabo en la ciudad de México en 1825, mientras que la primera vez que se conmemoró la entrada el Ejército Trigarante en la capital nacional fue en 1837, durante el segundo mandato de Anastasio Bustamante como presidente. La celebración del 27 de septiembre duró hasta la década de 1860, por parte de los conservadores/monarquistas, mientras que los liberales habían suprimido dicha fecha del calendario cívico en 1859. Véase: Hernández, Fiesta, 2010, pp. 37-85.
[4] Herrejón, Sermón, 2003, pp. 321-322.
[5] Hernández, Fiesta, 2010, pp. 47-53.
[6] Costeloe, “Junta”, 1997, pp. 22-25.
[7] Costeloe, “Junta”, 1997, p. 30.
[8] Costeloe, “Junta”, 1997, pp. 28-29.
[9] Costeloe, “Junta”, 1997, pp. 30-32.
[10] Plasencia, Independencia, 1991, pp. 40-47.
[11] Cruz, Hemos, 2023, p. 66.
[12] José de Jesús Huerta, “Discurso patriótico”, y Antonio Pacheco Leal, “Discurso”, en: Cruz, Hemos, 2023, pp. 109-110.
[13] Cruz, Hemos, 2023, pp. 110-112.
[14] Villavicencio, “Cuando”, 2019, pp. 173-179.
[15] Connaughton, Entre, 2010, pp. 84-86.
[16] Connaughton, “Sermón”, 1997, p. 57.
[17] Connaughton, Entre, 2010, p. 100.
[18] Lempérière, “República”, 2003, pp. 330-333.
[19] Lempérière, “Versiones”, 2003, pp. 571-572, 574.
[20] José María Castañeda y Escalada, “Oración cívica”, en: Cruz, Hemos, 2023, p. 47.
[21] Coudart, “Libertad”, 2019, pp. 210-211.
[22] Dublán y Lozano, Legislación, 1876, p. 617.
[23] Chávez, Público, 2009, pp. 116-118.
[25] Noriega, Constituyente, 1986, pp. 18-23.
[26] Noriega, Constituyente, 1986, pp. 25-36.
[27] Vázquez, Dos, 2009, pp. 89-95.
[28] Sordo, “José”, 2013, pp. 30-31.
[29] Noriega, Constituyente, 1986, p. 253.
[30] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 25-30.
[31] “México, julio 13 de 1843”, El Siglo Diez y Nueve, 13 de julio de 1843, p. 4.
[32] Ortiz, Nacionalismo, 2013, pp. 13-16.
[33] Lafragua, “Arenga”, 2014, p. 201.
[34] Lafragua, “Arenga”, 2014, p. 203.
[35] Lafragua, “Arenga”, 2014, p. 209.
[36] Lafragua, “Protestas”, 2013, p. 36
[37] Lafragua, “Arenga”, 2014, pp. 215-216.
[38] Lafragua, “Arenga”, 2014, pp. 217-218.
[39] Cruz, Hemos, 2023, pp. 107, 119-125.
[40] Cruz, Hemos, 2023, pp. 71-75.
[41] Juan Bautista Morales, “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[42] El Siglo Diez y Nueve, 27 de septiembre de 1843, p. 4.
[43] Diario del Gobierno de la República Mexicana, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[44] Diario del Gobierno de la República Mexicana, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[45] Diario del Gobierno de la República Mexicana, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[46] Diario del Gobierno de la República Mexicana, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[47] Diario del Gobierno de la República Mexicana, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[48] Juan Bautista Morales, “Sin Título”, El Siglo Diez y Nueve, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[49] Juan Bautista Morales, “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 28 de septiembre de 1843, p. 4.
[50] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 32-33.
[51] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 33-35.
[52] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 35-36.
[53] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 38-39.
[54] Lafragua, “Protestas”, 2013, p. 39.
[55] José María Tornel, “Discurso”, en: Cruz, Hemos, 2023, p. 112.
[56] Francisco Carbajal, “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 6 de octubre de 1843, p. 3. El comunicado está fechado el 29 de septiembre, un día después de la publicación de Morales.
[57] Francisco Carbajal, “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 6 de octubre de 1843, p. 3.
[58] El Siglo Diez y Nueve, 7 de octubre de 1843, p. 4.
[60] Carbajal, Vindicación, 1845, pp. 3-31; Francisco Carbajal, “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 6 de octubre de 1843, p. 3.
[61] L. C. M. B., “Sin título”, El Siglo Diez y Nueve, 9 de julio de 1844, p. 3. Las iniciales con las que está firmada la nota corresponden a Licenciado Carlos María de Bustamante.
[62] Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante AHCM), f. Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, sec. Festividades, ser. 15 y 27 de septiembre, vol. 1067, exp. 25, 1844, fs. 1-2 y exp. 18, 1844, f. 2.
[63] AHCM, f. Ayuntamiento-GDF, secc. Festividades, ser. 15 y 27 de septiembre, vol. 1067, exp. 25, 1844, fs. 13-15; exp. 34, 1844, f. 3.
[64] Lafragua, “Protestas”, 2013, pp. 40-41. Las cursivas son del original.
[65] Carbajal, Vindicación, 1845, p. 31.