Clero, feligresía y gobierno en el sur de Guanajuato durante la Revolución Mexicana, 1910-1920

 

 

Resumen

Las sucesivas etapas de la Revolución Mexicana trastocaron el normal funcionamiento de la Iglesia católica en jurisdicción del arzobispado de Michoacán, dentro del cual se incluían dieciséis parroquias ubicadas en el sur del estado de Guanajuato. Las autoridades diocesanas mantuvieron una estrecha comunicación con el presbiterio y sectores de la feligresía para atender la situación de contingencia en los mejores términos posibles. Sin embargo, el belicoso anticlericalismo asumido por la facción constitucionalista tras derrocar a la usurpación huertista ocasionó severos trastornos, colapsando el funcionamiento de los curatos. Esto se suscitó con mayor rigor bajo la gestión del gobernador militar provisional José Siurob, quien desató una encarnizada persecución sobre los clérigos radicados en Guanajuato.

Abstract

The successive stages of the Mexican Revolution disrupted the normal functioning of the Catholic Church in the jurisdiction of the Archbishopric of Michoacán, which included sixteen parishes located in the southern part of the state of Guanajuato. The diocesan authorities maintained close communication with the presbytery and sectors of the parishioners to address the contingency situation in the best possible terms. However, the bellicose anticlericalism assumed by the constitutionalist faction after overthrowing the Huertista usurpation, caused severe disorders collapsing the functioning of the parishes. This occurred with greater rigor under the administration of the provisional military governor José Siurob, who unleashed a fierce persecution of the clergy in Guanajuato.

 

 

* Doctor en Historia por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Perfil deseable PRODEP. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Profesor Investigador en la Facultad de Historia. Integrante del Núcleo Académico Básico del Programa Institucional de Maestría en Historia. Autor de trece libros individuales y quince en coautoría sobre historia regional, historia de la Iglesia, historia militar, historia cultural y geografía histórica. Ha elaborado alrededor de treinta artículos y ensayos especializados a partir de 1983.

Contacto: rape_63@hotmail.com


Introducción

En el escenario social de México la víspera de la caída del régimen porfirista, una de las instituciones que logró un sólido posicionamiento y solvencia económica fue la Iglesia católica. Esto fue posible gracias a la relación de simulación y tolerancia que construyeron desde la República restaurada el Estado liberal laico y la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, a partir de la vigencia de la encíclica Rerum novarum bajo la cual se configuró un nuevo formato de vinculación entre el clero y la feligresía. El llamado catolicismo social que emanó de esa disposición del papa León XIII se materializó en el arzobispado de Michoacán en tres grandes aristas: el educativo con las escuelas parroquiales y los colegios particulares; la organización gremial por medio de los círculos o sociedades de obreros católicos; y el altruismo social, concretado a través de la labor de instancias como las conferencias de San Vicente de Paúl en favor de los sectores pobres y marginados de la población.1

Este rico patrimonio de la Iglesia católica y de los sectores sociales estrechamente vinculados a ella en la coyuntura del inicio y desarrollo de las sucesivas etapas de la Revolución Mexicana atraería la atención tanto de los grupos liberales que habían sido marginados por la oligarquía porfirista, como de los que emergieron en el fragor de la guerra y que en unos cuantos años se erigieron como una nueva élite militar y política. En mi percepción, ésta es una de las explicaciones lógicas en torno al discurso y praxis anticlerical con la que se ostentaron ambos bloques de actores sociales y con base en lo cual se dieron a la tarea de desmantelar la obra construida por alrededor de dos décadas de catolicismo social.

En el espectro historiográfico que se aboca al estudio de las diferentes aristas sobre el origen, desarrollo y secuelas de la Revolución Mexicana, las referencias a la presencia y protagonismo de la Iglesia católica habitualmente se circunscriben a tres grandes aspectos: 1. La vinculación de ésta con la formación y actuación del Partido Católico Nacional (PCN); el papel de éste en el ascenso y caída de Madero, así como la presunta colaboración de varios de sus miembros con la usurpación huertista. 2. La campaña anticlerical y de confiscación / intervención de bienes eclesiásticos del periodo 1913-1916, llevada a cabo por la facción carrancista-obregonista para castigar a los “enemigos de la Revolución” que incluyó el hostigamiento sistemático hacia el clero. 3. La postura y reacciones de la jerarquía eclesiástica ante la promulgación y vigencia de la Constitución general de 1917 y en particular de los artículos 3°, 27 y 130.2

Los hallazgos documentales producto del trabajo de investigación en el Archivo Histórico de la Catedral de Morelia (AHCM) generan la posibilidad de fortalecer en diferente proporción el conocimiento de las dos últimas aristas mencionadas, a través de un estudio de caso y que es el que da título a este artículo. Los materiales ubicados en el fondo indiferente de ese repositorio se componen en su parte medular por un denso epistolario inédito, sostenido entre los miembros del gobierno diocesano y, cuando menos, la mitad de los clérigos seculares y regulares que administraban parroquias, escuelas y colegios, así como obras pías y diezmatorios en el lapso de 1914 a 1920. Con la debida ponderación heurística y hermenéutica, es factible el uso de esa documentación para tratar de responder a la pregunta de investigación: ¿cuál fue la situación del clero en las parroquias del sur de Guanajuato que formaban parte del arzobispado de Michoacán durante la Revolución Mexicana?

Para la construcción del discurso explicativo, se parte de la premisa teórica de que la Iglesia católica es una institución social que se rige por una normatividad específica interna, como lo es el derecho canónico. En forma simultánea, su organización, vinculación y protagonismo en una sociedad determinada se encuentran acotadas y condicionadas a una legislación de perfil laico implantada por el Estado y operada y fiscalizada por el gobierno en sus diferentes niveles administrativos. En ese tenor, se considera por institución todo aquello que gira alrededor de la conducta humana, que es duradero, integrado y organizado, por medio de lo cual se realiza el control social, al mismo tiempo que se satisfacen las necesidades y los deseos sociales fundamentales.3

En virtud de que la religión es una necesidad social esencial en un determinado momento, se fundó la Iglesia para organizar y administrar los diferentes elementos con los que se atiende esa necesidad, que están a cargo de la jerarquía eclesiástica y el clero o presbiterio. Al igual que las instituciones sociales de perfil político-administrativo, se identifica a la Iglesia católica como una instancia de control social. De tal suerte que su ámbito de actuación está condicionado por el espacio y el tiempo en el que gobierna el grupo de funcionarios, en su papel de obispos, canónigos y presbíteros, que componen la institución y cuyas posturas y decisiones están determinadas por los cambios o permanencias en los ámbitos económico, político, social y cultural, ocasionando un impacto en la sociedad que se encuentra bajo su influencia y administración.4

Un segundo aspecto teórico que se considera pertinente traer a colación para la explicación de este texto es el de la lucha por la hegemonía. En torno de ello, se parte de la apreciación de que la Iglesia católica congregó un conjunto de actores sociales identificados en el lenguaje político y coloquial como conservadores o clericales, que tuvieron como sus antagonistas o adversarios otro espectro de actores sociales que se denominaron como liberales o progresistas, promotores de la secularización de la vida social en todos sus ámbitos. Con base en esa tesis, se trae a colación el concepto de hegemonía a partir de la definición aportada por Antonio Gramsci, entendida como la dirección política, intelectual y moral que impone un grupo social al interior de una sociedad en un espacio geográfico y tiempo determinado. Ese segmento dominante expresa su capacidad para imponer su dominación y a través de ella articular sus intereses específicos frente a los de otros grupos, lo que le posibilita para asumirse en la instancia dirigente de la voluntad colectiva.5

Acto seguido, se asume el planteamiento de Perry Anderson en el sentido de que un sistema hegemónico de poder es perceptible por el grado de consenso que ostenta entre los grupos sociales que domina, con el mínimo de niveles de coerción para reprimirlos; el uso de mecanismos de control para asegurarse ese consenso que residen en una red ramificada de instituciones culturales, como la escuela, la Iglesia, los partidos y las asociaciones, que manipulan a los grupos dominados a través de un conjunto de ideologías que se transmiten por conducto de los intelectuales, en la expectativa de suscitar una subordinación pasiva y no cuestionada por éstos.6

Con base en este razonamiento conceptual, se sostiene la hipótesis de que el clero y la feligresía del arzobispado de Michoacán, como parte integrante de la institución llamada Iglesia católica, fueron afectados en la coyuntura de la Revolución Mexicana en su normalidad institucional por factores como la participación de grupos de feligreses en actividades político-electorales a través del PCN. Por otro lado, el anticlericalismo discursivo y armado que desplegó la facción carrancista-obregonista, además de trastocar las funciones litúrgicas sustantivas del clero, destruyó de manera deliberada la estructura institucional del catolicismo social sobre la que se apoyaba buena parte de su ascendiente y omnipresencia social. De ese estado de cosas surgiría una nueva realidad institucional para la Iglesia que debió someterse a los postulados de la Constitución general de 1917 impuesta por el nuevo bloque político dominante que transformó el añejo espectro de libertades y derechos del clero.

La geografía diocesana y la distribución del clero

El proceso fundacional de la primera diócesis de la Iglesia católica en jurisdicción del estado de Guanajuato, con cabecera en la ciudad de León, fue sustentado en la bula Gravissimum Sollicitudinis, emitida por el papa Pío IX en enero de 1863. Se erigió de manera simultánea a las de Zamora, Querétaro y Chilapa, sin responder al añejo proyecto y expectativa planteados en los albores del periodo independiente de crear demarcaciones eclesiásticas que espacialmente coincidieran con el territorio de las entidades federativas.7 De tal suerte que la porción sur del estado de Guanajuato para efectos de la geografía religiosa permaneció dentro de la jurisdicción del arzobispado de Michoacán, situación justificada por la necesidad de compensar a esta jurisdicción por la cesión que hizo de parroquias para la erección de tres de las nuevas diócesis, siendo 16 para León, 36 para Zamora y 7 para Chilapa.8

En el tiempo previo al inicio de la Revolución Mexicana, el arzobispado de Michoacán se integraba con 68 parroquias, de las cuales 16 se encontraban en demarcación civil del estado de Guanajuato. Estas jurisdicciones no se correspondían en estricto sentido con la división interna de esta entidad y se extendían sobre el espacio de 23 de los 42 municipios para entonces existentes.9 En ese tenor, la parroquia de Acámbaro, además del territorio de la municipalidad homónima, comprendía porciones de las de Jerécuaro, Coroneo y Tarandacuao. El curato de Apaseo el Grande englobaba en su demarcación lo que desde 1947 fue el municipio de Apaseo el Alto. El pueblo de San Juan Bautista Cacalote, que formaba parte de la municipalidad de Tarímoro, era cabecera de la parroquia de ese nombre. Mientras que las parroquias de Celaya, Cuerámaro, Cuitzeo de Abasolo, Chamacuero (Comonfort), Huanímaro, Pénjamo, Salamanca, Salvatierra y Valle de Santiago, ocupaban espacios que, grosso modo, se correspondían con sus jurisdicciones municipales. En tanto que el curato de Puroagüita formaba parte de la municipalidad de Jerécuaro. Dentro de la parroquia de Santa Cruz de Galeana (Comontuoso / Juventino Rosas), se encontraba el espacio del municipio de esa denominación y el de Cortazar. Como ya se mencionó, Tarímoro se encontraba fragmentado para efectos eclesiásticos entre la parroquia de este nombre y la de Cacalote. Por último, la parroquia de Yuririapúndaro10 se extendía, además de la municipalidad de Yuriria, sobre las de Moroleón, Uriangato y Santiago Maravatío.11

Mapa 1

Municipios de la porción sur de Guanajuato que formaron parte del Arzobispado de Michoacán (Morelia) a través de sus parroquias, 1910-1920

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Fuente: diseño de Joram Ledesma Zavala.

Las 16 parroquias guanajuatenses en cuestión se jerarquizaban por su peso demográfico, económico, social y político. La más importante de ellas era la de Celaya, que contaba con una decena de templos en su zona urbana. En orden descendente, se encontraban las de Salvatierra, que tenía entre sus principales pueblos integrantes los de Urireo y Eménguaro; Salamanca de la que formaban parte Valtierrilla, Mendoza y La Cañada; así como Valle de Santiago, Pénjamo y Yuriria. En un rango medio se situaban los curatos de Acámbaro, Apaseo el Grande, Cuitzeo de Abasolo, Chamacuero y Santa Cruz de Galeana. Y de proporciones más modestas fueron las parroquias con cabeceras en Tarímoro, Cuerámaro, Huanímaro, Puroagüita y Cacalote.12

De acuerdo con sus funciones al interior de las estructuras parroquiales, los 123 presbíteros radicados hasta 1911 en el sur de Guanajuato se estratificaban en 16 curas o párrocos, 34 vicarios, 23 capellanes, 23 asistentes, 8 residentes, 3 tenientes de cura, establecidos en Apaseo el Grande; 3 priores, radicados respectivamente en Celaya, Salamanca y Yuririapúndaro; 2 padres guardianes, ubicados en Celaya y Salvatierra; 2 sacristanes mayores de las parroquias de Pénjamo y Salvatierra; 2 administradores de diezmos establecidos en Acámbaro y Celaya; 2 inspectores de escuelas situados en Apaseo el Grande y Pénjamo; un padre conventual en Yuriripúndaro; un notario y capellán del templo de la Compañía de Celaya; un rector y superior de los Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús en esa misma parroquia; un fraile encargado del templo de la Tercera Orden de Celaya; y del clérigo Cayetano Gómez de Celaya no se consignaron sus actividades. La única vacante que existía era la capellanía de San Antonio Calichar en el curato de Apaseo el Grande.13

La vinculación entre el clero católico y la feligresía tenía como otra de sus expresiones fundamentales la presencia y labor de las asociaciones creadas y consolidadas bajo los principios del catolicismo social. Entre las más frecuentes figuraron la de las Hijas de María, la Vela Perpetúa, el Apostolado de la Oración, el Culto Perpetuo a Señor San José y la Hermandad de la Guardia de Honor, las que en diversa proporción se encontraban instituidas en el conjunto de parroquias objeto de estudio. Otro elemento más lo constituía la impartición de la doctrina cristiana a la niñez, para lo cual existían grupos organizados de catequistas bajo la supervisión de los clérigos seculares y regulares.14 No menos relevante fue la labor del clero católico en torno a la organización e impartición de la educación elemental para la niñez. Los planteles de filiación religiosa, entre los administrados directamente por los curatos y los que estuvieron a cargo de particulares, pero con vínculos directos con la Iglesia, también fueron producto de la concreción de las tesis del catolicismo social. Con las denominaciones genéricas de escuelas o colegios del Santísimo Sagrado Corazón de Jesús, Santa María de Guadalupe, San Luis Gonzaga, San Vicente de Paúl, Divino Salvador, Nuestra Señora de la Luz y otros, se fundaron y funcionaron planteles de este tipo en las 16 parroquias en cuestión.15

Con base en los datos del Tercer Censo de Población, levantado en octubre de 1910, en el estado de Guanajuato radicaban 1 081 651 personas. De entre ellas, 503 413, aproximadamente el 46.5 % del total se encontraban avecindadas en los municipios y las 16 parroquias que correspondían al arzobispado de Michoacán. Las demarcaciones más populosas eran las de Pénjamo, con 63 555 individuos; le seguía Celaya con 46 877; mientras que Valle de Santiago tenía 50 093 habitantes. En el otro extremo, la jurisdicción con menor capital demográfico era Tarimoro, con 11 773 personas.16

La configuración de la tormenta

En forma simultánea al desarrollo del movimiento armado sustentado en los principios del Plan de San Luis, que propiciaría la caída del régimen porfirista y la instalación y desempeño del gobierno de Francisco I. Madero, se desarrolló el proceso de transición en el gobierno del arzobispado de Michoacán. El cuarto titular de esta provincia eclesiástica fue el clérigo Leopoldo Ruiz y Flores, originario de Amealco, Querétaro, y formado en el prestigiado Colegio Pío Latino Americano, de Roma, Italia. Su trayectoria en la alta administración eclesiástica incluía su sucesivo desempeño como abad de la Basílica de Guadalupe, cuarto obispo de León, Guanajuato, y tercer arzobispo de Monterrey.17

Este personaje tomó posesión de su cargo a principios de 1912. Sensible, pragmático y atento a las circunstancias y condiciones que se configuraban para la Iglesia católica, el nuevo prelado respetó la estructura jerárquica vigente del cabildo diocesano. De tal suerte que permanecieron en sus encargos experimentados canónigos originarios de tierras del sur de Guanajuato y formados en las aulas del Seminario de Morelia. Tales fueron los casos del deán Lorenzo Olaciregui Herrera, de Salvatierra, quien además hizo funciones de vicario general; el celayense Francisco Nieto Echeverría en calidad de tesorero. Mientras que Francisco Banegas Galván, también oriundo de Celaya, se desempeñó como canónigo lectoral y provisor. Los tres fueron, en su respectivo momento, rectores del Seminario Diocesano de Morelia. Por su parte, el clérigo Juan de Dios Laurel, nativo de Apaseo el Grande, figuraba como prebendado, y andando el tiempo alcanzaría los cargos de provisor y vicario general, y en los hechos fue gobernador de la arquidiócesis, ante la ausencia del arzobispo Ruiz y Flores.18

El estado de Guanajuato no fue ajeno a los vaivenes que ocasionó la transición del régimen porfirista al periodo revolucionario. Las convulsiones suscitadas en esta demarcación tienen como punto de referencia el hecho de que entre las respectivas caídas del general Porfirio Díaz y Francisco I. Madero se sucedieron en el ejercicio de la gubernatura tres individuos: Enrique O. Andrade que relevó al sempiterno Joaquín Obregón González; Juan Bautista Castelazo y Víctor José Lizardí, quien fue nominado como constitucional, pero que sucumbiría ante la usurpación huertista. La efervescencia social fue suscitada en una primera instancia por el maderismo en apoyo del cual hubo desde manifestaciones pacíficas hasta levantamientos de cierto calado. El principal animador de la movilización fue el profesor Cándido Navarro Serrano, quien promovió desde febrero de 1911 pronunciamientos en los populosos minerales de Purísima y la Luz. Poco pudieron hacer medidas de contención como la Ley de Suspensión de Garantías Individuales de la XXIV legislatura local, pues entre abril y mayo se suscitaron acciones similares en Acámbaro, Celaya, Salvatierra, San Miguel Allende, Valle de Santiago, Tarimoro y Cuerámaro, liderados, entre otros, por Bonifacio Soto y Catarino Guerrero.19

La Iglesia católica y sectores de la feligresía tuvieron un modesto protagonismo a través de acciones, como la procesión llevada a cabo en la ciudad de Guanajuato el 27 de abril de 1911 contra la guerra, a lo que siguió un novenario en honor a la virgen de Guadalupe para implorar por la paz. Este proceder fue replicado en los días posteriores en la mayoría de las parroquias de los obispados de León y Michoacán. Tras la renuncia del general Porfirio Díaz, se realizaron los comicios para la renovación de los poderes federales y locales. Para el caso de esta entidad irrumpió en escena el Partido Católico Nacional Guanajuatense, liderado por Ausencio Lomelín. Esta agrupación se decantó por la eventual fórmula de Francisco León de la Barra y Francisco I. Madero a la Presidencia y Vicepresidencia de la República. Este último personaje realizó campaña proselitista en Guanajuato en de septiembre suscitando reacciones encontradas.20

La situación en Guanajuato se tornó mucho más compleja durante 1912. La revuelta orozquista sustentada en el Plan de la Empacadora del 25 de marzo, en el mediano plazo encontró eco y apoyo entre diversos actores sociales. Bajo esas circunstancias, el 14 de abril el gobernador Lizardi emitió el decreto a través del cual instituyó la Guardia Nacional Rural de Guanajuato, tendiente a prevenir la configuración, fortalecimiento y protagonismo de grupos armados que plantearan reivindicaciones agraristas y de otro tipo.21

La naturaleza contribuyó al clima de ebullición social, ya que las devastadoras inundaciones ocurridas el 29 y 30 de junio de 1912 en el sur de Guanajuato, y que castigaron con particular rigor las populosas jurisdicciones de Salamanca y Celaya, se sumaron las secuelas económico-sociales negativas. El fenómeno dejó de manera repentina sin seres queridos, sin patrimonio material y sin empleo a centenares de familias, la mayoría de las cuales aportaron a la situación de precariedad y miseria generalizada que se configuraba.22

Los grupos armados antimaderistas estaban bien organizados en el verano de 1912 y estuvieron en condiciones de atacar plazas de importancia, como Pénjamo, Yuriria e Irapuato, encabezados por personajes como Pomposo Flores. Pero, sin duda alguna, la figura icónica de esta etapa de la Revolución en la zona de confluencia de los estados de Guanajuato y Michoacán fue la cuadrilla rebelde liderada por Benito Canales y Refugio Aguilar. El primero de ellos, extrabajador migratorio y de ideas anarquistas, esbozó ambiguamente las demandas político-sociales orozquistas con lo que alcanzó cierto ascendiente social. Sin embargo, su protagonismo concluyó de manera abrupta cuando el 14 de octubre las defensas sociales de Puruándiro lo sorprendieron en el caserío de Maritas, propinándole una contundente derrota que le costó la vida.23

La crisis que enfrentó el precario gobierno maderista llegó a su fase final en febrero de 1913 con los eventos de la Decena Trágica, que incluyó el asesinato del presidente Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez. La reacción en contra de este proceder fue liderada por el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien el 26 de marzo de 1913 proclamó el Plan de Guadalupe para luchar y, eventualmente, derrocar la usurpación encabezada por el general Victoriano Huerta, quien había asumido funciones de presidente de la República. 24

Las secuelas de ambos acontecimientos se resintieron pronto en el estado de Guanajuato. El gobernador Lizardi y los integrantes de la XXV legislatura se asumieron con una postura timorata, sumisa y colaboracionista frente a la usurpación huertista. Los residuos del movimiento orozquista confluyeron desde abril de 1913 con las cuadrillas revolucionarias que se sumaron a los postulados del Plan de Guadalupe. Varios de esos grupos provinieron del norte de Michoacán y pronto expandieron su zona de acción hacia los municipios de Pénjamo, Huanímaro, Abasolo, Valle de Santiago, Moroleón, Salamanca y Yuriria. En este último, los hermanos Abundio, Anastasio y Tomás Pantoja organizaron una de las cuadrillas más numerosas y exitosas.25

Bajo este escenario, la posición de la administración de Víctor José Lizardi se tornó insostenible, por lo que el 4 de julio un militar de viejo cuño como lo era el general Rómulo Cuellar fue enviado por el presidente Huerta para asumir el gobierno y la comandancia militar de Guanajuato.26 Las fuerzas gubernamentales fueron organizadas en la denominada División del Centro al mando de ese oficial y se movilizaron de manera constante, en persecución de los escurridizos grupos rebeldes liderados por personajes como el profesor Cándido Navarro, ya para entonces vinculado al zapatismo; Pomposo Flores, Bonifacio Soto, J. Refugio Tejeda y los hermanos Pantoja. Estos últimos en diversos momentos coordinaron su actuación con la columna liderada por Gertrudis G. Sánchez, Joaquín Amaro y José Rentería Luviano, la que proveniente de Michoacán incursionó en el sur de Guanajuato como lo ilustra la toma de Yuriria el 3 de septiembre.27

Hasta finales de 1913, las actividades propias de la vida parroquial no habían experimentado mayores trastornos en el sur de Guanajuato, como lo reconocía el arzobispo Ruiz y Flores, quien se mantenía al tanto de las novedades en torno al desarrollo de la guerra civil a través de la correspondencia cotidiana con presbíteros y feligreses.28 En ese marco, la rotación de clérigos al frente de parroquias, vicarias y capellanías conservaba su ritmo habitual. Ilustrativo de ello fue la designación en diciembre de 1912 del sacerdote José Leopoldo Lara y Torres como párroco de Celaya. Este personaje, apenas dos meses atrás, tuvo su primera experiencia como capellán militar de las tropas gubernamentales que fueron al norte de la República a combatir la sublevación orozquista. Su recia personalidad, formación intelectual, capacidad de persuasión y temeridad le permitieron a Lara y Torres erigirse en unos cuantos meses en líder indiscutido del vecindario celayense, incentivando la colaboración con el gobierno huertista en el combate a la sublevación constitucionalista.29

Desde las primeras semanas de 1914, las cuadrillas revolucionarias desplegaron una creciente ofensiva en contra de las fuerzas federales y sus cuerpos auxiliares que hacia mediados de la primavera les permitiría inclinar la balanza de la guerra a su favor. Combates de diversas proporciones se desarrollaron en las jurisdicciones de Acámbaro, Huanímaro, Salvatierra, Abasolo, Santa Cruz de Galeana, Yuriria y Moroleón. Por ese tiempo comenzaron a llegar las primeras noticias sobre el violento proceder de las tropas del Ejército del Noroeste al mando de álvaro Obregón para con los miembros del clero católico y grupos representativos de feligreses a su paso por Sinaloa, Nayarit, Aguascalientes y Jalisco.30

A pesar de ello, a principios de marzo, el arzobispo Ruiz y Flores dio su anuencia para que el párroco de Celaya, Leopoldo Lara y Torres, al frente de un grupo de sacerdotes radicados en parroquias del sur de Guanajuato, se incorporaran en calidad de capellanes a las tropas federales del general Carlos García Hidalgo, que desde la Ciudad de México se trasladarían a Coahuila para fortalecer el combate a los constitucionalistas. Los clérigos telegrafiaron al delegado apostólico en México, Tomasso Pío Boggiani, que se trasladaba a Veracruz para partir hacia Europa, solicitando su anuencia para hacer las referidas funciones de capellanes, la que fue concedida por ese dignatario por la misma vía. El grupo encabezado por Lara y Torres atestiguó la cruenta batalla de Torreón desarrollada entre el 21 de marzo y el 2 de abril de 1914. De ese lugar pasaron sucesivamente a Gómez Palacios, Viesca y San Pedro de las Colonias, en donde los federales sufrieron contundentes derrotas. Posteriormente, en la incipiente nueva situación, los presbíteros provenientes de Guanajuato ofrecieron sus servicios espirituales a los líderes revolucionarios Raúl Madero y Eugenio Aguirre Benavides, pero no los aceptaron otorgándoles salvoconductos para retirarse de la zona de guerra. 31

El arzobispo Ruiz y Flores, desoyendo los consejos de miembros del cabildo diocesano en torno a su seguridad personal, emprendió hacia mediados de la primavera de 1914 la visita pastoral en las parroquias del norte de Michoacán y del sur de Guanajuato. En varias de ellas pudo constatar los frutos de la praxis del catolicismo social a casi un cuarto de siglo de su vigencia. Tal fue el caso de Pénjamo:

[...] cuyo párroco era el Sr. D José Ma. Soto, y me consoló mucho ver lo que este Sr Cura había conseguido con los obreros. Asistí a una reunión en que se leyó el corte de caja de una ´Caja de Ahorro y Préstamos´ de la parroquia […] Tenía aquella caja muchos miles de pesos en juego y lo admirable fue que de varios centenares de deudores unos cuantos, muy pocos, faltaron al pago en el plazo fijado. Yo creo que este es el mejor camino para educar al pueblo en el ahorro y en las cualidades y hasta virtudes que supone un éxito como ese. Era el alma de estos obreros el Sr. Cura y los dos hermanos Navarro que se habrían de levantar en armas en septiembre de 1926 y habrían de morir heroicamente.32

En contra de la percepción de los canónigos que desaconsejaban la visita pastoral a tierras de Guanajuato, el prelado encontró todavía un ambiente de calma y tolerancia hacia la Iglesia católica, sus ministros y feligreses. De tal suerte que en sus memorias consignó:

[...] yo nada sabía de los excesos que la Revolución había comenzado a cometer por el norte, y seguía yo muy tranquilo mi visita, tanto más cuanto que si en alguna parte encontraba yo alguna partida de revolucionarios, como los encontré, se mostraron conmigo muy respetuosos y hasta cariñosos.33

Por ese entonces comenzó a recibir correspondencia en la que se incluía el enfático consejo de que buscara refugio en la Ciudad de México. Sin embargo, el arzobispo no prestó atención y, todavía más, “al visitar Villachuato, me acompañó una escolta de la guarnición de rancheros de Zurumuato, capitaneada por el famoso José Inés Chávez, que había de dar tanto que decir más tarde”.34

El sistemático acoso de los grupos constitucionalistas

El arzobispo Ruiz y Flores retomó las actividades de la visita pastoral en las parroquias del sur de Guanajuato en los primeros días de julio de 1914, justo cuando se librada la parte final de la lucha entre el agónico régimen huertista y las pujantes fuerzas constitucionalistas. El 29 de ese mes, el Ejército del Noroeste al mando del general Obregón penetró a sangre y fuego en territorio de Guanajuato. Una columna revolucionaria avanzó hasta Irapuato derrotando a la guarnición huertista. Narra Obregón que “entre los muertos se encontraban el jefe político de Pénjamo y el cura de Irapuato y entre los prisioneros dos clérigos de la orden de los Carmelitas, que también habían tomado las armas para hacer resistencia a nuestras fuerzas”.35

Las tropas constitucionalistas, el día 30 de ese mes, propinaron en Tamascatío, jurisdicción de Irapuato, una contundente derrota a los residuos de la otrora poderosa División del Centro comandada por el general Rómulo Cuéllar. La puntilla para las fuerzas leales a la usurpación se concretó en la batalla de León desarrollada en los tres primeros días de agosto. Las cuadrillas al mando de Pascual Orozco, quien ya no ostentaba bandera política alguna, se presentaron exigiendo la entrega de la plaza al general huertista Antonio Ramos Cadena, por lo que ante la negativa de éste, atacaron a las tropas federales. Para decidir la reñida contienda, irrumpieron los destacamentos constitucionalistas comandados por el general Alberto Carrera Torres, quien ayudó a los huertistas a derrotar a las huestes orozquistas que cometieron toda clase de excesos en contra de la población civil y su patrimonio. De esa forma, los leales a Venustiano Carranza quedaron como dueños de la situación en Guanajuato, y se designó como gobernador militar provisional al general Pablo de la Garza.36

Tal era el escenario que prevalecía cuando el arzobispo Ruiz y Flores visitaba la vicaría fija de Rincón de Tamayo. Hasta ese lugar llegaron emisarios de la parroquia de Celaya enviados por el cura Lara y Torres para informarle sobre la inminente llega da a esa ciudad de las fuerzas carrancistas. El prelado fue resguardado en un domicilio de esa ciudad y desde allí se pudo percatar de los primeros actos de acoso en contra de la Iglesia católica y sus intereses, como fue la confiscación de la casa del diezmo y sus existencias de granos. Ante la posibilidad de ser localizado y aprehendido, salió de manera subrepticia de Celaya, ayudado por varios feligreses que de manera temeraria burlaron varias patrullas constitucionalistas hasta llevarlo al rancho de El Sauz, en las inmediaciones de Rincón de Tamayo. En ese lugar, el arzobispo se enteró de la frenética búsqueda que se hacía de su persona, incluyendo la oferta de una recompensa de hasta 30 mil pesos para quien lo entregara o diera razón efectiva de su paradero.37

Quizá la particular animadversión profesada por oficiales y tropas constitucionalistas hacia el arzobispo Ruiz y Flores tuvo como punto de referencia inmediata el hecho de que el 22 de abril de 1914, en la coyuntura de la ocupación del puerto de Veracruz por marines de la Armada de los Estados Unidos, emitió en La Piedad un edicto dirigido al presbiterio y la feligresía de su diócesis para colaborar con el gobierno huertista en la defensa del país. Como en otros casos, los revolucionarios triunfantes lo interpretaron como una clara manifestación de respaldo al régimen espurio. A pesar de las condiciones adversas, el prelado con el apoyo de clérigos y feligreses de Guanajuato logró ponerse a salvo y hacia mediados de septiembre cruzó la frontera por Nuevo Laredo hacia los Estados Unidos, en donde habría de permanecer hasta 1919.38

Con respecto a la percepción acuñada sobre el desarrollo del conflicto por parte del arzobispo Ruiz y Flores, llaman la atención la reflexión y comentario vertidos en una carta que envió el 25 de julio de 1914 desde Celaya al vicario general Juan de Dios Laurel. En dicha misiva, el prelado expresó ante las condiciones de creciente adversidad para el adecuado funcionamiento de la Iglesia católica que “no hay que desalentarse, Dios nos ha de oír, aunque tarde, México necesitaba esta sangría que quién sabe cuánto dure, pero después él nos dará la salud”.39

El gobernador Pablo de la Garza sacó a relucir su jacobinismo cuando asumió sus funciones. El 6 de agosto de 1914 reunió al clero de la ciudad de Guanajuato para exigirle el pago de la contribución de guerra que recién había decretado. De igual forma, prohibió a los sacerdotes administrar el sacramento de la confesión a los enfermos graves, así como el uso de las campanas de los templos para llamar al culto público. Al mismo tiempo, implementó la disposición emitida por Carranza para expulsar a los clérigos extranjeros. Poco después, ordenó una rigurosa vigilancia sobre los presbíteros, lo que inhibió que éstos estuvieran en posibilidad de cumplir con trámites propios de su ministerio.40 Esta situación fue denunciada al vicario general el 25 de agosto por el párroco de Salvatierra, José Dolores Valdés, con motivo de la finalización de las licencias ministeriales del vicario Camilo Rendón. Este personaje no podía renovarlas debido a que “aún subsisten las mismas dificultades para salir de aquí, pues hay que pedir un salvoconducto al jefe de las fuerzas, por lo que me permito suplicar a vuestra señoría se digne concederle una prórroga en tanto cesan las dificultades que ahora hay para salir”. 41

La administración del general Pablo de la Garza no tuvo tiempo para profundizar en las medidas y acciones de acoso hacia el clero católico ante la rápida sucesión de eventos que habrían de marcar el destino y rumbo de la Revolución precisamente en tierras de Guanajuato. Hacia finales del otoño de 1914, concurrieron en esta entidad los grupos armados identificados tanto con la Soberana Convención Revolucionaria, como villistas, carrancistas y otras facciones residuales. En el transcurso del siguiente semestre protagonizaron sangrientas batallas como las dos de Celaya, estación Trinidad y León, cuyos resultados inclinaron la balanza a favor de los seguidores del exgobernador de Coahuila. Bajo ese complejo y cambiante escenario se sucedieron al frente del Ejecutivo local en calidad de militares y provisionales, Pablo Camarena de filiación convencionista, Alberto Carrera Torres sustituto del anterior al que no quiso devolver el cargo y fue derrocado por la fuerza. Los villistas tuvieron como fugaz gobernador cuando preponderaron al general Abel Serratos, quien se llevó la capital a León; y tras imponerse en los campos de batalla, los carrancistas designaron al médico y furibundo jacobino José Siurob Ramírez para regir los destinos de la atribulada entidad.42

La vorágine militar registrada en ese entonces colapsó la administración parroquial y la vida religiosa en el sur de Guanajuato. Desde el verano de 1914, tanto presbíteros como algunos feligreses generaron una nutrida correspondencia con el vicario general Juan de Dios Laurel, dando cuenta de las constantes incidencias suscitadas en cada una de las dieciséis parroquias a causa de la intensa movilización que protagonizaban las fuerzas armadas arriba señaladas. Fue habitual que se justificara, además de la nula o deficiente prestación de servicios sacramentales y litúrgicos, el incumplimiento de trámites, obligaciones y rutinas propias de los curatos debido a los trastornos experimentados por las comunicaciones ferroviarias, telefónicas, telegráficas y del correo postal. De igual forma, se denunciaron actos de intimidación, extorsión, acoso e incluso agresiones físicas por parte de los revolucionarios hacia los clérigos, pues pusieron en riesgo sus vidas, así como las de familiares o feligreses. Las profanaciones, sacrilegios, saqueos y destrucción perpetrados en templos, capillas, sacristías, criptas, casas curales, conventos, almacenes del diezmo y oratorios privados fueron constantes.43

La irrupción de los grupos armados beligerantes ávidos de hacerse de recursos materiales y humanos para fortalecer su capacidad de participación en la lucha de facciones tuvo como uno de sus puntos más recurrentes las feraces fincas de campo. Una situación de ese tipo fue experimentada por el teniente Gabriel Cervantes, cura de la hacienda de Cerano, en tierras de Guanajuato, pero adscrita a la parroquia de Villa Morelos, Michoacán. El 27 de julio de 1914 escribió al vicario general del arzobispado para detallar el amargo incidente registrado una semana atrás, cuando “me fue mal con una gavilla de rebeldes la cual después de habernos causado algunos males a mi mamá y a mí, me llevaron pues me exigían mil pesos bajo la amenaza de incendiar la hacienda y, por tanto, la iglesia”. A final de cuentas pudo resolver la situación al negociar y pagar a sus captores 500 pesos, lo que informó haber tomado de los recursos de las asociaciones de culto del lugar. Ante el temor de sufrir nuevas agresiones, el clérigo se puso a disposición de las autoridades diocesanas para su eventual reubicación en otro curato.44

Pero el momento más aciago para la Iglesia católica en su conjunto en el sur de Guanajuato, sin duda alguna, fue el lapso durante el cual el médico y general queretano José Siurob se desempeñó como gobernador y comandante militar provisional de la entidad, entre el 11 de mayo de 1915 y el 16 de diciembre del año siguiente, cuando su ya abierta confrontación con Carranza, propiciada por su radicalismo revolucionario, se tornó insostenible. Tras su efímero paso por la gubernatura de su estado natal, Siurob llegó con la espada desenvainada a Guanajuato. De entrada, prohibió de manera tajante el expendio y consumo de alcohol, bajo el argumento de acotar así los excesos de las tropas carrancistas contra la población civil. Después decretó la creación de planteles de educación básica en las fincas de campo y caseríos rurales para sustituir escuelas parroquiales y colegios católicos. Presionó a los empresarios para imponer los habituales préstamos forzosos bajo el argumento de fortalecer las finanzas de la Revolución.45

El gobernador Siurob estrenó su perfil jacobino en estos lares con la drástica orden de expulsión del presbítero Víctor Redondo, quien se desempeñaba como capellán del histórico y emblemático templo de Belén de la ciudad de Guanajuato. Quizás ello fue como represalia por la fastuosa ceremonia religiosa llevada a cabo el 5 de diciembre de 1914 para dar gracias a Dios por la momentánea expulsión de las tropas carrancistas por parte de sus antagonistas convencionistas. El 25 de mayo de 1915, el gobernador Siurob reunió a la mayoría del clero de la capital para obligarles a manifestar por escrito los bienes inmobiliarios propiedad de la Iglesia católica, al tiempo que les exigió el pago del préstamo forzoso que había asignado a los comerciantes.46

Una vez diluida la parte medular de la amenaza que representaban los residuos de las fuerzas villistas, el gobernador Siurob recorrió personalmente cada una de las municipalidades del sur de Guanajuato, en lo que fue habitual que irrumpiera en los curatos para conocer su situación particular y adoptar medidas para acotar y vigilar su funcionamiento. Uno de los primeros lugares en los que hizo acto de presencia fue Pénjamo, donde, advertidos con anticipación sobre su llegada, la mayoría de los ocho clérigos que atendían la parroquia huyeron o se ocultaron. El funcionario únicamente se topó con el doctor en teología Gregorio Araiza, del presbiterio de Puebla, incardinado desde 1910 en el de Michoacán, el cual, en circunstancias que no se conocen, fue adscrito a esa demarcación eclesiástica en el tiempo posterior. Alguna experiencia tenía en eso de enfrentar y negociar con los revolucionarios, como lo presumió en una larga misiva que envió al arzobispo Ruiz y Flores meses después. Entre otras cosas, aseveró haber logrado un salvoconducto firmado personalmente por el general Obregón para permanecer en Pénjamo y haber acordado con el general Francisco Murguía que se evitara la profanación y saqueo del templo parroquial.47

El padre Araiza fue llevado ante la presencia del gobernador Siorub, quien invariablemente exigió información por escrito y detallada sobre los bienes raíces presunta propiedad del curato local. El clérigo negó saber sobre el particular, argumentando que ese tipo de cuestiones sólo eran del conocimiento y manejo de las autoridades diocesanas. Ante esa respuesta, su interlocutor habría ordenado su destierro, pero en una segunda entrevista y con los ánimos más calmados el funcionario, ponderando su formación y trayectoria intelectual, le propuso que abandonara el ministerio y asumiera el cargo de su secretario particular, o bien, el de director de instrucción pública de Guanajuato. El padre Araiza manifestó que ello implicaba un complejo procedimiento que requería la autorización de sus superiores, ante lo cual el médico Siorub le planteó como una tercera opción para dejarlo permanecer en Pénjamo al lado de sus familiares enfermos, que tomara la dirección de la escuela comercial que pretendía establecer en esa localidad por cuenta del gobierno del estado en el inmueble recién confiscado al Liceo del Sagrado Corazón.48

Antes de retirarse, el gobernador Siurob dejó instrucciones al presidente del ayuntamiento de Pénjamo para que unas semanas después diera posesión al padre Araiza de la dirección de la escuela comercial. El 1 de julio, el sacerdote se negó a asumir el encargo con el consecuente enojo del funcionario municipal, dándole un plazo de cinco días para abandonar Pénjamo. Esto no se concretó, porque por ese entonces se presentaron las fuerzas villistas dando un giro radical a la situación. Pero los carrancistas estuvieron de regreso hacia finales de ese mes, por lo que:

[...] entonces ya me oculté y salí a la media noche a parte y de incógnito a la hacienda de Zurumuato, que es estado de Michoacán, ahí estuve pocos días, pues los vecinos de la Presa de Herrera fueron a suplicarme me viniera con ellos, pues no tenían sacerdote y se estaban muriendo los enfermos sin los auxilios espirituales. Me vine con ellos (y) a los pocos días llegó el señor cura de Puruándiro don Juan de Dios Arroyo con su hermano el padre don Bernabé. Aquí estamos los tres escondidos, pero trabajando, hemos dado misiones y ha habido un número muy crecido de comuniones.49

En la sistemática labor persecutoria del clero, el gobernador Siurob tuvo como diligente principal colaborador a su secretario de gobierno, el aboga do salmantino Jesús López Lira. Este personaje se presentó el 15 de julio de 1915 en la ciudad de Salvatierra para inspeccionar el funcionamiento de la vida religiosa local, disponiendo que únicamente dos sacerdotes acompañaran al párroco José Dolores Valdés. Por lo tanto, otorgó un plazo de diez días para que los cinco clérigos restantes abandonaran la entidad. El propio funcionario “dio la orden de que se clausurara el colegio particular del Refugio y de que se inventariara todo lo que allí había, al hacerse el inventario recogieron las llaves”. El padre Valdés reportó el incidente a la mitra diocesana y solicitó información respecto de que, “tengo noticia de que hay una concesión para que los sacerdotes puedan celebrar la santa misa donde quiera que estén, siempre que haya lo necesario para ello, mucho estimare a su señoría lo diga para lo que pueda ser necesario”.50

A pesar de las fuertes presiones a las que estuvieron sometidos para suspender sus actividades eclesiásticas y eventualmente abandonar territorio del estado, muchos sacerdotes católicos se resistieron y permanecieron ocultos o con extremado bajo perfil en sus lugares de adscripción, con el apoyo de sectores de la feligresía. Fue el caso del presbítero Antonio Gutiérrez, uno de los vicarios en Pénjamo desde los tiempos del cura Mauro A. Delgado. Este individuo escribió el 22 de octubre de 1915 a las autoridades diocesanas para referir que desde junio había sido desterrado de esa ciudad, con prohibición de vivir en cualquier población del estado de Guanajuato. Sin embargo, “debido a las graves enfermedades que he venido padeciendo de tiempo atrás no pude separarme de aquí y así lo justifiqué a la autoridad civil por medio de certificado del doctor que me está atendiendo”. Sobre su situación abundó en que fue requerido con 312 pesos para el préstamo forzoso, los cuales tuvo que conseguir entre sus amistades. Se quejó de que no recibía ayuda alguna de la parroquia, por lo que solicitó se conminara al responsable de ésta para que se le cubriera su sueldo, al tiempo que pidió permiso para permanecer en Pénjamo en espera del cambio de circunstancias para retornar a sus funciones.51

La situación de acoso hacia el clero católico permanecía con toda su fuerza hacia mediados de 1916. Ilustrativo de ello era la atribulada parroquia de Salamanca en la que aún se resentían los efectos de la devastadora inundación de cuatro años atrás. El 28 de junio, el sacerdote Estanislao Reyes, uno de los que habían acompañado a su homólogo Lara y Torres como capellanes de las tropas federales en 1912, informó a la mitra diocesana que los padres agustinos Medrano y Silva habían recibido la orden tajante de salir al destierro fuera del territorio de Guanajuato. Ante ello, consultó sobre la posibilidad de que éstos y otros presbíteros en similar situación se reconcentraran en Michoacán en tanto cambiaban las circunstancias. Las autoridades estatales y municipales únicamente permitieron la permanencia de los clérigos Lagunas, Delgado y Figueroa, a los que el padre Reyes consideraba como poco aptos para atender a la feligresía, el primero por su avanzada edad, el segundo por su ceguera y el último por su obesidad, lo que dificultaba su traslado a lomo de burro para realizar confesiones y llevar la comunión a los enfermos en zonas rurales.52

El paroxismo de la labor persecutoria contra el clero por parte de la administración del doctor Siurob llegó con los eventos registrados en la parroquia franciscana de Santa Cruz de Galeana, el domingo 28 de junio de 1916. Como antecedente, una semana atrás cuadrillas rebeldes no identificadas habían propinado una fuerte derrota a la guarnición carrancista establecida en la localidad. El gobernador se apersonó como era habitual, acompañado de una nutrida tropa, irrumpiendo irreverentes y altaneros al interior del templo parroquial cuando se celebraba la misa principal, cometiendo toda clase de tropelías y destrozos ante la mirada impotente de los atemorizados feligreses. De inmediato ordenó la confiscación de los vasos sagrados y demás objetos de valor que había en ese recinto y la sacristía. Por si esto no fuera suficiente, hizo prisioneros tanto a fray Alonso Casas, que era el oficiante de la eucaristía, como a la mayoría de los asistentes sin reparar en su edad, sexo y condición social. Acto seguido:

[...] frente al edificio municipal un individuo cuyo nombre no ha sido posible averiguarse, subalterno del doctor Siurob y por mandato de éste, arrojó sobre el sacerdote el caballo que montaba, derribándolo y causándole graves lastimaduras. El mismo verdugo lo azotó rudamente con la espada hasta dejarlo tinto [sic] en sangre. Después el propio Siurob cruzó la cara del padre con fuerza de latigazos, ofendiéndole a la vez con palabras soeces. Pasado el exceso de rabia del impío y compadecido probablemente del estado penoso de su víctima, ofreció curarle personalmente. Así lo hizo, pues al llevárselo consigo a la capital del estado, allí lo atendió y lo dejo [sic] sano aparentemente.53

Lo acontecido en Santa Cruz de Galeana ocasionó la indignación generalizada y tuvo sus secuelas políticas en el mediano plazo. El fraile Alonso de Casas, en cuanto sanó lo suficiente de sus lesiones, se radicó en la vicaría de Jerécuaro, parroquia de Acámbaro, para retomar su ministerio. Pero su estado de salud entró en franco deterioro y, a final de cuentas, falleció el 18 de noviembre de 1916. Algunos feligreses se organizaron para exigir justicia, señalando entre los presuntos responsables a Genaro Valtierra, quien fungía como presidente municipal de Santa Cruz Galena al momento de los hechos. El incidente escaló a lo más alto de la cúpula política revolucionaria, pues “en cuanto a los vasos sagrados que se llevó el tantas veces citado señor Siurob, alguien afirma que el señor (Venustiano) Carranza ordenó fueran devueltos a su legítimo dueño, al tener noticia de tamaño atentado contra la propiedad privada”. 54

Orden constitucional, epidemia y bandolerismo

La controvertida gestión del doctor Siurob concluyó formalmente cuando el 22 de diciembre de 1916 tomó posesión como gobernador provisional el militar coahuilense Fernando Dávila, con instrucciones de organizar los comicios tanto para la nominación de la diputación guanajuatense al Congreso Constituyente general como para la renovación de los poderes locales. El abogado Agustín Alcocer ganó las elecciones y asumió funciones de gobernador constitucional el 15 de junio de 1917. Sin embargo, la situación de inestabilidad política, militar y social se prolongaría en los tres años subsiguientes, cuando se sucedieron al frente del Ejecutivo local Fernando Alcocer, como interino; Federico Montes, constitucional en septiembre de 1919; Toribio Villaseñor, interino entre febrero-mayo de 1920; Enrique Colunga, durante mayo-septiembre de ese año; y Antonio Madrazo fue constitucional a partir del 16 de septiembre de 1920.55

Con la promulgación de la Constitución general de 1917 se fijaron las bases para la futura relación Estado-Iglesia en México. En el artículo 130 se establecieron los principios para que las autoridades civiles federales se encargaran de todo lo relacionado con la regulación y supervisión de la cuestión religiosa, con la colaboración de sus homólogas estatales y municipales. En ese marco, una de sus principales funciones sería la de determinar el número de clérigos que podrían existir y ejercer su ministerio, el cual sería considerado como una profesión. De igual forma, se fijó el principio de que los sacerdotes deberían ser mexicanos por nacimiento, al tiempo que se les prohibió efectuar crítica de cualquier tipo en espacios públicos a la integración y funcionamiento de las autoridades de todos los niveles de gobierno, ni tendrían derecho a ejercer el voto, entre otros aspectos.56

El contenido de la carta magna de 1917 no fue del agrado de los integrantes de la jerarquía de la Iglesia católica mexicana y de buena parte del presbiterio del país. Los prelados elaboraron y firmaron el 24 de febrero de ese año un extenso documento en que expusieron y razonaron los motivos para no aceptar la nueva Constitución, enfatizando su repudio en torno al contenido del artículo 130. En ese tenor:

[...] protestamos contra semejantes atentados y contra todos los demás que contenga la Constitución dictada en Querétaro el día 5 de febrero del presente año, en mengua de la libertad religiosa y de los derechos de la Iglesia; y declaramos que desconoceremos todo acto o manifiesto, aunque emanado de cualquiera persona de nuestra diócesis, aun eclesiástica y constituida en dignidad, si fuere contrario a estas nuestras declaraciones y protestas.57

Esta postura tornó tenso el ambiente entre la administración carrancista y la Iglesia católica en su conjunto. Bajo ese escenario, los miembros de la XXVI legislatura local de Guanajuato tuvieron sumo cuidado en no aludir de manera directa a la cuestión religiosa a la hora de elaborar la constitución particular del estado, promulgada el 3 de septiembre de 1917.58 Mientras que, en la Ley Orgánica Municipal del 20 de mayo de 1918, únicamente en el artículo 1°, fracción i, inciso “b” se consignó entre las atribuciones de los ayuntamientos, “la conservación del orden en sitios donde por cualquiera causa se reúna un gran número de personas, como diversiones públicas, asambleas políticas, funciones religiosas, etc.”.59

Bajo este marco legal, pocas actividades se documentan en torno a la aplicación federal en materia de cultos en el lapso 1917-1920 en el sur de Guanajuato. Al respecto, cabe referir que a principios de julio del primero de esos años se emitió por parte de la secretaría de gobierno de esa entidad, una circular dirigida a los responsables de las parroquias para que dieran cuenta sobre la presencia o no de sacerdotes extranjeros.60 De este requerimiento se derivó el conflicto que involucró tanto al gobierno del estado, al ayuntamiento de Celaya y al clero católico radicado en esta ciudad durante la segunda quincena de noviembre de 1917. La situación se suscitó cuando las autoridades locales ubicaron al fraile Casiano Salcedo, de origen extranjero, ejerciendo el ministerio sacerdotal en el templo de la Merced. Este personaje presumiblemente violentaba lo prevenido en el inciso viii del artículo 130 constitucional, por lo que el presidente municipal de Celaya, Juan B. Velázquez, conminó al párroco Lara y Torres y al vicario Matías Avalos a ordenar que se prohibiera a dicho religioso toda actividad de culto público. Tras un intenso forcejeo discursivo que quedó plasmado en varias cartas, a final de cuentas, el padre Salcedo dejó de ejercer para asumirse con bajo perfil durante algún tiempo.61

Entre el segundo semestre de 1916 y hasta mediados de 1919 persistieron en el estado de Guanajuato condiciones de alta inseguridad, propiciadas por la proliferación y discrecional actuación de grupos armados sustraídos al orden, algunos de ellos residuos de las facciones político-militares, pero la mayoría bandas de facinerosos que se aprovecharon de la coyuntura de debilidad manifiesta del Estado para combatirlas y, eventualmente, erradicarlas. Plazas como las de Pénjamo, Huanímaro, Abasolo, Yuriria, Salvatierra, Acámbaro, Cuerámaro, Tarandacuao y Salamanca experimentaron hasta dos asaltos por parte de las cuadrillas de bandoleros. La parte medular del problema se suscitó en la zona limítrofe con Michoacán, desde donde incursionaron las cuadrillas lideradas por Inés Chávez García y Jesús Cintora, entre otras.62 Uno de los incidentes de más alto impacto fue la toma y saqueo de Salamanca, perpetrado el 10 de febrero de 1918 ante la incompetencia de las tropas federales a cargo de generales como Manuel M. Diéguez, Enrique Estrada y Fernando Dávila.63

La persistencia del escenario de violencia generalizada se tradujo en la prolongación de la desarticulación de la vida parroquial y el acoso hacia los clérigos y los feligreses más allegados a ellos. La constante correspondencia sostenida por esos actores sociales con los miembros de la curia eclesiástica en Morelia, a largo del periodo 1917-1920, pone de manifiesto con lujo de detalles la situación imperante. Los miembros del presbiterio radicados en el sur de Guanajuato aludían a las condiciones de precariedad económica que se reflejaban en la hambruna crónica, devenida del dislocamiento de las actividades agropecuarias, comerciales y de comunicaciones. A manera de ejemplo, el padre Eduardo Ortiz informó sobre la situación imperante en octubre de 1917 en la comarca de Apaseo el Grande:

[...] en donde por las frecuentes incursiones de bandoleros que desde hace dos años vinieron asolando las poblaciones y rancherías, cometiendo numerosos crímenes y depredaciones han quedado sin cultivo muchas fincas de campo, teniendo con frecuencia que abandonarlas sus habitantes. Esta desolación se ha aumentado con la escasez de lluvias en este año y la helada que sobrevino a fines del mes pasado y se han venido encareciendo más y más los artículos de primera necesidad, principalmente el maíz que últimamente ha valido hasta cincuenta centavos el cuarterón, mientras los jornaleros apenas ganan según las fincas en que trabajan de veinticinco a cincuenta centavos. A esto se agrega las numerosas turbas de pobres que caen desnudos en la mayor miseria y que vienen de otras regiones implorando la caridad pública y por la inseguridad de los caminos fácilmente se comprende el estado difícil que guarda esta parroquia.64

Las condiciones de deterioro económico suscitadas en el sur de Guanajuato obligaron a muchos de los clérigos a requerir de las autoridades diocesanas su mediación para el pago oportuno de sus emolumentos, o bien, sus eventuales reubicaciones en parroquias en donde existieran las condiciones adecuadas para su decorosa manutención. A esa situación de precariedad material se sumó el flagelo de las epidemias de tifo e influenza española. Esta última se cebó con particular rigor en este espacio geográfico entre los meses de septiembre-diciembre de 1918, como lo pone de manifiesto la correspondencia sostenida entre el párroco de Celaya, Lara y Torres, con varios miembros de la curia eclesiástica. El 23 de octubre escribió que “aquí la epidemia está haciendo muchos estragos. Antier murieron treinta y tantos y ayer sesenta y tantos. El padre Avalos está enfermo de diarrea y el padre Martínez no muy bien”.65

Es probable que un número considerable de clérigos hayan sido afectados por la epidemia de influenza española a grado de trastocar aún más el desarrollo de las actividades sacramentales y litúrgicas a su cargo. El propio cura de Celaya exponía sobre el particular a las autoridades diocesanas a principios de diciembre lo siguiente:

[...] no he podido ir allá porque no me he resuelto a dejar solo al padre Martínez que es el único que me queda en la administración, porque una vez pasada la peste, los padres Rendón y Contreras es poco lo que ayudan. Yo no he estado muy bien, pues hasta esta última semana no me ha dado la calentura y, aunque era poca, no dejo por eso de hacerme mella, que no se me echa de ver, pero si la resiento en una debilidad general y, principalmente, en el cerebro.66

Tanto por la inseguridad prevaleciente, por la discrecional actuación de rebeldes y bandoleros, así como por la vigencia de la epidemia de influenza española, muchos clérigos no estuvieron en condiciones de renovar con oportunidad sus licencias para el desarrollo de sus actividades de culto. Fue el caso del vicario de Valtierrilla, jurisdicción de la parroquia de Salamanca, José de Jesús Méndez Montoya -el futuro mártir, beato y santo-, de quien el párroco Eucario Farías informó que el 30 de noviembre terminaba la vigencia de sus licencias, “el que por estar convaleciendo de la influenza y escaso de recursos no podrá ir a esa”. Por lo tanto, solicitaba instrucciones para que se determinara lo conducente y mantener activo al clérigo una vez repuesto de su padecimiento.67

La estrecha y afectiva vinculación mantenida por muchos de los vecindarios con sus pastores espirituales, que habían compartido con ellos las “duras y las maduras”, salió a relucir al final de este convulso periodo. Un caso ilustrativo fue el ocurrido en Apaseo el Grande, desde donde el 19 de diciembre de 1919 se remitió una carta suscrita por el presidente municipal, Graciano Rodríguez, al arzobispo Ruiz y Flores, quien ya estaba de regreso tras su primer exilio en el extranjero. En este documento, los feligreses de esa demarcación por conducto de dicho funcionario hicieron una elogiosa ponderación de la labor desplegada tanto por el párroco Eduardo Ortiz como por su vicario Rafael Lemus, los que habrían de ser reubicados pronto en otras parroquias. Los vecinos manifestaron su tristeza por su inminente separación, aprovechando para solicitar en tono comedido que se reconsiderara la decisión. En torno a ello argumentaron con vehemencia:

[que] ambos han sido los salvadores de Apaseo, que ellos nos han ayudado a luchar con valor y santa fe contra las calamidades tan grandes de estos tiempos de revolución; que ellos nos han querido íntimamente; que ellos nos han traído las bendiciones del cielo y ¡qué más hemos de decir! Cuando es bien sabido de ellos. Ellos mismos revestidos de muy grande y santa resignación nos ayudaron en tiempos cuyos recuerdos aun todavía palpitan en nuestro cerebro, a cerrar los ojos queridos de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestra esposa y de nuestros hijos, cuando la epidemia desenfrenada vino a flagelarnos por nuestras culpas y delitos.68

A pesar de los fuertes trastornos que trajo en la primavera de 1920 el desarrollo de las actividades militares y políticas en torno a la sublevación sustentada en el Plan de Agua Prieta, que terminó por derrocar al presidente Carranza, las tareas para la normalización de la vida religiosa prosiguieron a buen ritmo en las parroquias del sur de Guanajuato. En torno a ello, cabe traer a colación lo manifestado en agosto de ese año por fray Ildefonso Ortega desde la modesta vicaría de Cañada de Dolores, del curato agustino de Yuririapúndaro, al vicario general del arzobispado de Michoacán, en el sentido de que:

[...] noto una gran animación entre mis feligreses, también se está promulgando por las haciendas y ranchos y distintos casos que tendrán que ocurrir entre ellos los de concubinatos, a quienes Dios nuestro señor en estos días les toca el corazón para que salgan de su mal […] También pido por la gracia de usted de que me haga la caridad de ilustrar sobre lo que debo hacer con los viudos que moralmente no pueden probar su viudez, por no constar en el juzgado eclesiástico y ni en el registro civil el fallecimiento de los esposos difuntos, ni poder encontrar un testigo ocular que pueda asegurar la muerte de los cónyuges por haber acontecido en los combates de la guerra intestina o haber muerto en los cerros en tiempos de la gripa, cuyos cadáveres (lo que hay que lamentar), fueron consumidos por las aves de rapiña.69

Conclusiones

La mayoría de las parroquias del arzobispado de Michoacán ubicadas en la porción sur del estado de Guanajuato figuraron entre las más importantes y dinámicas en el contexto del inicio y desarrollo de la Revolución Mexicana. El arzobispo Ruiz y Flores, con el precedente de haber sido obispo de León, les prestó particular atención y realizó actividades propias de la visita pastoral canónica sin mayores contratiempos hasta el triunfo de la sublevación en contra de la usurpación huertista. El prelado y los miembros del cabildo diocesano se identificaron en su momento con el huertismo, y permitieron la participación de varios presbíteros como capellanes del ejército que combatió a orozquistas y constitucionalistas.

Tras la caída de la administración del general Victoriano Huerta, el anticlericalismo encarnado entre la oficialidad y la tropa carrancista irrumpió de manera violenta y trastocó de inmediato la normalidad de la vida parroquial en el sur de Guanajuato. Los gobernadores Pablo de la Garza y, sobre todo, José Siurob, desplegaron acciones sistemáticas de acoso que se tradujeron en la muerte, lesiones o el destierro de muchos miembros del clero secular y regular. La persistencia del clima de violencia que acompañó a la confrontación de las facciones revolucionarias por la hegemonía, con particular intensidad en Guanajuato, trastocó cualquier intento por restablecer el funcionamiento de las parroquias. Muchos espacios destinados al culto fueron profanados, saqueados y destruidos, lo que propició que en la clandestinidad clérigos y feligreses improvisaran lugares para las celebraciones religiosas e impartición de sacramentos.

Durante los cuatro años posteriores a la restauración del orden constitucional, si bien se diluyó en su parte medular el anticlericalismo gubernamental, el desarrollo de fenómenos como el bandolerismo y el combate a los residuos del villismo, zapatismo y felicismo, se constituyeron en factores que propiciaron la persistencia de la desarticulación de la vida parroquial. La aplicación de la legislación en materia de cultos por parte de los tres niveles de gobierno, en su generalidad, no fue rigurosa y las incidencias fueron mínima. Por lo tanto, para principios de 1920, y no obstante imponderables como la sublevación armada sustentada en el Plan de Agua Prieta, la vida religiosa tendió a normalizarse en el sur de Guanajuato, aunque a la vuelta de un lustro se configuraron nuevas tensiones en la relación Estado-Iglesia que desembocarían en la Guerra Cristera que fue particularmente intensa en estos lares.

Fuentes

Documentales

 

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Notas

[1] Pimentel, Acción, 2014.

[2] Guerra, México, 1988; Hart, México, 1991; Knight, Revolución, 2010.

[3] Pratt, Diccionario, 2001, p. 156.

[4] North, Instituciones, 2001, p. 15.

[5] Giacaglia, “Hegemonía”, 2002, pp. 153-154.

[6] Anderson, Consideraciones, 1987, p. 100.

[7] Vasco, 1986, p. 241.

[8] Vasco, 1986, p. 241.

[9] Directorio, 1910, pp. 122-136.

[10] Para efectos de la administración eclesiástica así se denomina hasta la actualidad a esta parroquia; mientras que en la toponimia civil es la municipalidad y cabecera de Yuriria.

[11] Directorio, 1910, pp. 122-136.

[12] Directorio, 1910, pp. 122-136.

[13] Directorio, 1910, pp. 122-136.

[14] Díaz, “Catolicismo”, 2003, pp. 121-122.

[15] Pimentel, Acción, 2014, pp. 137-141; Díaz, “Catolicismo”, 2003, pp. 131-134.

[16] Tercer Censo, 1920, pp. 10-11.

[17] Vasco, 1986, pp. 248-249.

[18] Directorio, 1912, pp. 88-89.

[19] Blanco, Movimiento, 1997, pp. 20 y 66.

[20] Diccionario, 1991, pp. 349-350 y 352.

[21] Diccionario, 1991, p. 316.

[22] Moreno, Historia, 1977, p. 104; Diccionario, 1991, p. 361.

[23] Razo, Rebeldes, 1983, pp. 43-48.

[24] Cumberland, Revolución, 1975, pp. 69-75.

[25] Moreno, Historia, 1977, pp. 114-115; Diccionario, 1991, pp. 367-368.

[27] Moreno, Historia, 1977, pp. 115-116; Diccionario, 1991, p. 373.

[28] Ruiz, Recuerdo, 1942, pp. 65-66.

[29] Rubio y Pérez, Obispos, 2021, pp. 158-159.

[30] Gutiérrez, Historia, 1984, pp. 413-415.

[31] “Informe relativo a la ordenación sacerdotal, ejercicio ministerial y demás facultades concedidas en 1920 a Leopoldo Lara y Torres”, Archivo Histórico de la Catedral de Morelia (en adelante AHCM), fondo indiferente, carpeta s/n.

[32] Ruiz, Recuerdo, 1942, p. 68.

[33] Ruiz, Recuerdo, 1942, p. 68.

[34] Ruiz, Recuerdo, 1942, p. 68.

[35] Obregón, Ocho, 1959, p. 151.

[36] Moreno, Historia, 1977, pp. 117-118.

[37] Ruiz, Recuerdo, 1942, pp. 69-71.

[38] Ruiz, Recuerdo, 1942, pp. 68, 71-72.

[39] “Carta de Leopoldo Ruiz y Flores a Juan de Dios Laurel, Celaya”, 25 de julio de 1914, AHCM, fondo indiferente, carpeta de particulares, núm. 1, años 1905-1914.

[40] Diccionario, 1991, p. 315.

[41] Carta de José D. Valdés a Juan de Dios Laurel, Salvatierra, 25 de agosto de 1914, AHCM, fondo indiferente, capeta de particulares núm. 1, años 1905-1914.

[42] Moreno, Historia, 1977, pp. 133-140; Diccionario, 1991, p. 380.

[43] Varias cartas de presbíteros a Juan de Dios Laurel, julio-diciembre de 1914, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares, núm. 1, años 1905-1914.

[44] Carta de Gabriel Cervantes a Juan de Dios Laurel, hacienda de Cerano, 27 de julio de 1914, ACHM, fondo Indiferente, carpetas de particulares núm. 1, años 1905-1914.

[45] Diccionario, 1991, p. 367.

[46] Diccionario, 1991, pp. 367-368.

[47] Carta de Gregorio Araiza al arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, Presa de Herrera, 12 de septiembre de 1915, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[48] Carta de Gregorio Araiza al arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, Presa de Herrera, 12 de septiembre de 1915, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[49] Carta de Gregorio Araiza al arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, Presa de Herrera, 12 de septiembre de 1915, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[50] Carta de José Dolores Valdés a Juan de Dios Laurel, Salvatierra, 27 de julio de 1915, AHCM, carpetas de particulares, núm. 2, años 1915-1917.

[51] Carta de Antonio Gutiérrez a Juan de Dios Laurel, Pénjamo, 22 de octubre de 1915, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[52] Carta de Estanislao Reyes a Juan de Dios Laurel, Salamanca, 28 de junio de 1916, AHCM, carpetas de particulares, núm. 2, años 1915-1917.

[53] Carta de Antonio López Romano a Francisco Gaitán, Santa Cruz de Galeana, 23 de junio de 1920, AHCM, fondo indiferente, carpeta sobre los perjuicios personales y materiales sufridos por la revolución en diversos lugares de la Arquidiócesis de Morelia en el año de 1920, correspondiente a la circular núm. 13.

[54] Carta de Antonio López Romano a Francisco Gaitán, Santa Cruz de Galeana, 23 de junio de 1920, AHCM, fondo indiferente, carpeta sobre los perjuicios personales y materiales sufridos por la revolución en diversos lugares de la Arquidiócesis de Morelia en el año de 1920, correspondiente a la circular núm. 13.

[55] Diccionario, 1991, p. 380.

[56] Constitución, 1957, pp. 87-89.

[57] García, Pensamiento, 1987, t. ii, p. 289.

[58] Barceló, Guanajuato, 2017, pp. 235-261.

[59] Ley Orgánica Municipal, en: Archivo Histórico del Congreso de Guanajuato (en adelante AHCG), fondo Poder Legislativo, XXVI legislatura, serie Decretos, libro 1, fs. 131-143.

[60] Carta de Francisco Sánchez a Juan de Dios Laurel, Celaya, 3 de julio de 1917, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[61] Carta de Leopoldo Lara y Torres a Juan de Dios Laurel, Celaya, 22 de noviembre de 1917; carta de Matías ávalos a Juan de Dios Laurel, Celaya, 27 de noviembre de 1917, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[62] Blanco, Movimiento, 1997, p. 102.

[63] Moreno, Historia, 1977, p. 183; Diccionario, 1991, pp. 361-362.

[64] Carta de Eduardo Ortiz a Juan de Dios Laurel, Apaseo, 15 de octubre de 1917, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 2, años 1915-1917.

[65] Carta de Leopoldo Lara y Torres a Manuel M. Hernández, Celaya 23 de octubre de 1918, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 3, años 1917-1918.

[66] Carta de Leopoldo Lara y Torres a Juan de Dios Laurel, Celaya, 12 de diciembre de 1918, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 3, años 1917-1918.

[67] Carta de Eucario Farías Herrera a Juan de Dios Laurel, Salamanca, 23 de octubre de 1918, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares, núm. 3, años 1917-1918.

[68] Carta del presidente municipal, Graciano Rodríguez al arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, Apaseo, 19 de diciembre de 1919, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 4, años 1919-1920.

[69] Carta de fray Ildefonso Ortega al vicario general, Cañada de Dolores, 29 de agosto de 1920, AHCM, fondo indiferente, carpetas de particulares núm. 4, años 1919-1920.